lunes, 5 de mayo de 2008

Etnografía (Redescubriendo la facultad)

Entrar a la facultad de Ciencias Sociales (la de Franklin y Ramos Mejía, vale aclarar) por primera vez provoca una sensación que nada tiene que ver con la que genera el hecho de hacerlo asiduamente. Ya desde afuera, la sede delata los continuos descuidos de la que es víctima hace años, quizás, desde siempre. Pero entrar no mejora las cosas. Sino, más bien, por difícil que sea imaginarlo, las empeora. Uno se encuentra en medio de una catarata de carteles que cuelgan de las paredes, que asoman desde los stands de las diversas corrientes políticas, que decoran las escaleras. Es abrumadora la cantidad de información que compite por la atención de aquellos que ingresan. Es imposible no notarlos, pero, sin embargo, uno aprende a ignorarlos. Esta actitud cambia cuando la propuesta es mirar y no ver. Cuando te paras en seco para observar, con mirada crítica, a tu alrededor. Y eso es lo que yo hice la semana pasada. Con la razón del paro (uno más y van...), básicamente por la petición de mejoras salariales y laborales en general, se me incitó a analizar la realidad no sólo social, referida a los afectados de la situación (ya sea la de los docentes que pugnan por el respeto de sus derechos o los alumnos que intentan ponerse en sus zapatos y avalar, aunque sea en silencio, la eterna lucha) sino también edilicia. Así es como, despúes de casi un año de recorrer los pasillos, los pude mirar con otros ojos. Es increíble cómo uno logra encariñarse con el tiempo. Como se va adueñando de aquéllos rincones que siente propios. Una sensación que, por supuesto, no experimentan los que visitan el lugar con la idea de un paseo turístico. La facultad es, a su manera, acogedora. Quienes la tildan de fría no conocieron el comedor, donde por el solo hecho de cursar ahí, la solidaridad entre todos es moneda corriente. O donde el mate jamás faltará, aún para los que no puedan retribuir económicamente el servicio. Para los que se jactan de que la tecnología es una ausente extranjera, una salita de informática o un estudio de radio bien equipado se atreven a hacerles frente. Los que remarcan la decadencia de la calidad de los profesores jamás presenciaron una clase de un docente que enseña sin otra recompensa que la de ejercer su vocación. Los que hablan de una política unilateral nunca vieron las paredes tematizadas con las distintas ideologías que sustentan los partidos. Es fácil reconocer las disidencias internas traducidas en una multiplicidad interpretativa de distintas cuestiones relevantes. Aquéllos que piensan que es un lugar lúgubre, aburrido, triste, pasaron de largo las peculiares obras de arte plasmadas en las paredes, los animados textos que se desarrollan en las puertas de los cubículos de los baños, los carteles que invitan a fiestas y reuniones de distintos tipos. En la facultad donde se estudia la carrera de Comunicación, todo comunica. Y los canales para su desarrollo parecen no tener límites. Pero, con ésto, no quiero decir que todo sea color de rosa. Hay otra parte, la que ostenta fallas en esa comunicación, permitiendo que surjan situaciones que traen aparejadas injustas consecuencias, dando lugar a luchas de intereses. Hay toda una faceta que debería ser mejorada, sin lugar a dudas. No voy a adentrarme en la cuestión política, que implicaría interiorizarme con la administración del presupuesto Estatal, sino que voy a referirme a las que son las evidencias más cotidianas de la falta de atención que se sufre. Para dotarla de cierto humor, en un intento de desdramatizar la grave situación que se atraviesa, voy a hacer hincapié en las originales, por llamarlas de alguna manera, manifestaciones de precariedad que se viven. La falta de una biblioteca mejor hace que un cubículo enrejado con unos pocos asientos desperdigados reciba esa inmerecida denominación. Lo que debería ser un ambicioso espacio de información e interacción se muestra como uno de los lugares menos seductores. El desinteres de los que deberían ocuparse y, a estas alturas, preocuparse, se refleja en las paredes descascaradas o con huecos intrigantes, las escaleras inestables, las ventanas inaccesibles o inexistentes, los espacios reducidos. Ficheros que vagan por algún piso, desorientados. Sillas en los pasillos que intentan invitar a una precaria lectura entre clases. Candados inútiles, máquinas expendedoras de bebidas con fechas de vencimiento que sería mejor no intentar deducir. Librerías que desentonan por el simple hecho de estar prolijas o tener alfombra. Obviamente, hay mucho por hacer y poco que se hace. Pero la esperanza es lo último que se pierde, dicen. Así que, pensando en la mitad del vaso lleno, respiro hondo, tomo un mate y apuesto a que pueda lograr conseguir los baldes de pintura rosa y que otros tantos, con los mismos anhelos que yo, me ayuden a pintar, antes de que las paredes se vengan abajo y ya sea demasiado tarde.

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