jueves, 17 de abril de 2008

Viaje final

Llegué una mañana calurosa de enero a esa isla virgen de la que tanto me habían hablado. Como bióloga me resultaba fascinante la idea de recorrer un lugar que aún conservara intacta la vida animal y vegetal, un sitio tan lleno de naturaleza y tan ajeno a la potencial intervención humana que, casi indefectiblemente, deja fuertes huellas a su paso. La luz me cegaba, sin duda, el nombre de aquel paraíso terrenal estaba muy bien puesto: Isla del Sol. La luminosidad que irradiaba la estrella estaba presente dieciocho de las veinticuatro horas del día, la noche, efímera, era apenas suficiente para que un fresco aire renovara el ambiente.
Me habían contado acerca de la tranquilidad que reinaba con cada canto de los pájaros, con cada sonido de los grillos, pero no habían logrado transmitirme la paz que eso generaba, la ilusión que creaba cada rincón. Que iba a encontrar infinitas clases de plantas exóticas, flores con pétalos de hasta siete colores que intimidarían a cualquier arco iris, animales de genética indescifrable, todo eso ya me lo habían anticipado, pero habían pasado por alto el detalle de que ahí lo único extraño sería yo, yo era el espécimen más desagradable en ese sitio y, sin embargo, esa situación no parecía resultarle relevante ni siquiera a uno de los seres que me rodeaba, o al menos no lo suficiente como para evitar acercarse con una naturalidad que los humanos seríamos incapaces de imitar. Era increíble observar la armonía que emanaba de todos lados, la excesiva cantidad de frutos tropicales como kiwis, mangos, piñas y la fuente de agua inagotable se encargaban de soslayar conflictos innecesarios.
Tampoco me habían advertido que de esa isla, donde incluso las noches se iluminaban por el desinteresado aporte de las luciérnagas, era imposible querer irse. Habiendo hecho tantos descubrimientos, la ilusión de adentrarme más y más en ese maravilloso ecosistema me embargaba de felicidad.
Los días pasaban y yo no dejaba de sorprenderme, todo parecía funcionar a la perfección y me contagié tan rápido de esa salvaje libertad que ya no extrañaba siquiera mi casa, mucho menos mi laptop o mi celular que unos días atrás habían sabido ser mis mejores amigos. Evadía el momento de mirar el calendario porque me recordaría que mi plazo semanal se estaba acabando y esa idea me parecía, simplemente, insoportable.
El último día amaneció con más fuerza que los anteriores, se percibía más intenso el perfume de las flores y los pájaros cantaban más enérgicos que de costumbre, o quizás fuese sólo mi desesperado intento de encontrar una excusa para tener que quedarme otra semana, incluso un año o una vida entera. Pero sabía que no podía, era una de las reglas que había prometido acatar antes de emprender mi viaje. Sin embargo, tampoco podía volver. Mi profesión me había llevado por innumerables parajes y jamás había sentido lo que sentía en ese momento. Pensar en cualquier otra alternativa que no fuese quedarme me producía una honda angustia, hacía que se me entrecortara la respiración y que me sintiera muerta en vida. Se había producido una conexión tan grande con ese lugar que no podía entender cómo no me había convertido en una porción de tierra, en una palmera, o en un litro de agua de ese inmenso mar que asomaba por la desdibujada costa. Pero mi amor por el estado inmaculado del lugar era aún más grande, no me perdonaría alterarlo con mi estadía; el hecho de quebrantar las reglas de permanencia acarrearía desastrosas consecuencias para la efectividad en la protección de aquellas especies que, hasta el momento, habían logrado ser preservadas con un enorme esfuerzo.
La lancha que me llevaría de vuelta se acercaba. Tenía que tomar una decisión: soportar el hecho de abandonar esa profunda e irrepetible felicidad o encontrar la forma de no regresar ni quedarme. Me di cuenta que, aunque no me habían dicho muchas cosas, había aprendido más que cualquiera. Que el agua es sanadora no era una novedad, pero ahora yo estaba a punto de comprobarlo, frente a mí, el mar me recibía calmo pero decidido a compadecerse de mi dolor tan pronto como mi cuerpo se lo permitiera.

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