jueves, 17 de abril de 2008

Memoria de escritora

Cuando era chica pasaba más tiempo fantaseando que dándome cuenta de la realidad que me rodeaba. Siempre intentaba imaginarme como una princesa, dejándome llevar por la historia de algún cuento de hadas relatado con dulzura por mis padres que me asegurara la llegada del tan ansiado príncipe azul. En mi mente, mi casa era un castillo y no entendía por qué en el jardín no había un foso con cocodrilos, o por qué desde la ventana de mi pieza no se divisaba algún dragón enfurecido esperando impaciente para devorar a alguien que intentara rescatarme. Había sido mi cumpleaños y me habían reglado un diario íntimo, donde empecé a plasmar mis vivencias. Pero la particularidad de tener un hermano menor hizo que poco tiempo después aquéllas páginas encuadernadas se convirtieran prácticamente en prensa del corazón para entretener a mis vecinitos; la definición de “íntimo” ya estaba de más, dejando así inconcluso su principal propósito.
Fui creciendo y entendí que no debía intentar que el mundo entrara en mi ilusión, sino que era yo la que debía otorgarle un lugar en mi mundo a la imaginación. Así fue que empecé a trasladarme a lugares fantásticos, que sólo tenían sentido en mi mente, cuentos que plasmaba en hojas de papel, convirtiéndolas en mis únicas cómplices. Historias de amor, de odio, de dolor, de felicidad.
Con el tiempo descubrí que escribir me ayudaba a pensar, y esos pensamientos ya no se conformaban con la hacinación en un cuadernito que yo atesoraba sólo para mí, ahora exigían crecer, interactuar, mutar, exigían ser compartidos para alimentar mi creatividad, para actualizar mi visión. Entonces mi mundo ya no era solo mío, ahora también participaban amigos, que contribuían con sus creaciones a completar las rimas que yo intentaba elaborar, a elegir el final más adecuado para aquella historia que iba tomando forma con cada aporte. Surgían poemas, fragmentos de la vida que nos resultaban relevantes y que se reflejaban en palabras que intentaban reproducir con fidelidad nuestras experiencias. Sin embargo, siempre reservaría ciertos trocitos de vivencias muy personales, narraciones que yo sabría mantener como herramientas de exhortación, que habían sabido ser mi desahogo en momentos de euforia.
Muchas veces mi escritura me eximía de mi mala memoria. Solía llenar agendas completas con alguna cónica de viaje, algún campamento del que no quería olvidar un detalle, algún trayecto que no merecía depender de mi escasa retención a largo plazo.
Otras tantas veces, mi forma de expresión se había vuelto una carga. Mis creacions literarias tenían la particularidad de haberse vuelto costumbre en el imaginario colectivo de quienes me rodeaban. Llegué a observar cómo alababan uno de mis poemas que, aunque lo había escrito yo, no sentía propio ya. Había surgido de una consigna escolar que pretendía que conectáramos palabras desconocidas con el fin de redactar unos párrafos con sentido. Pase más tiempo en complicidad con el diccionario que con mi espontánea creatividad. Aunque estuviera escrito de mi puño y letra, no lo sentía mío. Era tan esquemático, tan limitado, tan poco yo. Al poco tiempo de haberlo terminado, el interés de los demás por su contenido se fue incrementando. Veía reproducir al texto cual panfleto para ser entregado en manos de compañeros del trabajo de mis padres, profesores, familiares. Se notaba el brillo en sus ojos, delatando que me imaginaban recibiendo incontables trofeos de academias literarias que ni siquiera sabrían si existían. Se sentían orgullosos de conocerme (como si fuera la primera vez que me tenían frente a ellos) y se deleitaban con la idea de que “la nena” escribía bien. Parecía más importante el hecho de que el texto haya quedado “lindo” que el que realmente me gustara a mí.
Por otro lado, me estaba acostumbrando a que mis amigos, al cumplir años, esperaran con más ansias un sobre que un paquete de mi parte. Sin importar mi inspiración o mis ganas, tenía que escribir, casi por obligación, para cubrir expectativas. Debía inventar nuevas líneas año tras año para “cumplir”, midiendo mi superación con alguna lágrima emotiva del lector que indicara que el trabajo estaba bien hecho.
Si alguien me hubiera preguntado cuál era la narración que más me identificaba, que más me enorgullecía, a la que más cariño le tenía, hubiese elegido cualquiera menos ésa.
Siguiendo con mi trayecto como escritora, atravesaba nuevos horizontes. Aquellas historias de aventura, que mis padres habían sabido transmitirme con una ilusión reconfortante, estaban lejanas ya, pero, sin embargo, la magia resurgía de formas insólitas. Me encontraba compartiendo noches de viernes en familia, inventando canciones sin lógica, sin otro objeto más que admirar mutuamente nuestras sonrisas amplias o escuchar algunas carcajadas sinceras y contagiosas. Esas risas que afloraban más rápido de lo que cualquier contador de chistes profesional habría logrado, que eran más efectivas contra el malhumor que cualquier otra cosa, ese remedio casero contra el estrés de la semana que resultaba más eficaz que un programa de televisión pasatista o que era más barato que cualquier otro fármaco. Y eso era posible tan solo con un poco de imaginación y la efusiva cooperación de todos. Las noches de los viernes pasaron a ser mis favoritas.
Tiempo después, la escuela secundaria me encontró llena de ideas y con algo de práctica pero casi sin teoría en el terreno de la escritura. Entonces, allí, aprendí a expresarme de una manera más clara, a relacionarme con mis proyectos desde una perspectiva distinta, a organizar mis pensamientos, a pararme a observar las experiencias desde otro punto y a combinarlas de una manera más armónica con mi creatividad. Cada aprendizaje era una forma de incorporar un lenguaje que no solo entendiera yo, sino que pudiera comprenderlo cualquiera que no me conociera siquiera. Con más pautas algunas veces que otras llegué a transmitir lo que me sucedía, lo que observaba, lo que sentía y, por qué no, lo que quería sentir. Las emociones y sensaciones fueron tomando forma hasta constituirse como ideas, esas ideas se plasmaron en el papel como palabras, palabras que formaban frases y que, poco a poco, iban desenvolviéndose en textos maduros y desarrollados. Así, fui incorporando la escritura como un hábito y, pasando por herramientas tecnológicas como el “blog”, conseguí entender que la mejor forma de invertir mi escritura era compartiéndola, dejando, de esa forma, un pedacito de mí en cada uno. Sin darme cuenta, escribir me hacía pensar a mí y ayudaba a pensar a los demás; era más de lo que podía pedir.

1 comentario:

Madi dijo...

Bueno, paso a comentar: creo que la mayoría de las cosas que escribiste en la memoria de escritora ya las habías comentado en clase el otro día. Hubiera estado bueno que te extendieras un poco más en eso de que el texto que habías escrito con las palabras que tenías que buscar en diccionario no "era tuyo". Fue una de las cosas que más me quedó resonando de la clase del otro día, la importancia de sentir realmente propio lo que escribimos para estar conformes, no? Sino parece que falta algo...

Con respecto a la naración del viaje, qué final! Está buenísima la forma en que ella cuenta ese ahogo, esa presión que le genera la elección que tendrá que hacer, ceo que es el punto más altop de la historia.

Te mando un beso grande!