martes, 22 de abril de 2008

"Los que se quedan" (La espera)

Hace siete días, nueve horas y diez, no, once minutos que ella se fue. “Te voy a extrañar” me dijo. Fue lo último que escuché de sus labios antes de que subiera al avión que la llevaría a aquella isla de la que había estado hablándome por meses. Según las reglas que se comprometió a acatar, no le estaba permitido llevarse aparatos electrónicos, por lo tanto, sabía que las llamadas no eran una opción. Aparentemente, todo lo que fuese “moderno” provocaría contaminación acústica o algo así. Y a ella parecía importarle más defender la calidad de vida de esos remotos animalitos que asegurarse de que yo no enloqueciera por no tener novedades suyas. Me dijo, unas tres o cuatro docenas de veces, que se aseguraría de que la persona que la dejara en el lugar me hiciera saber que había llegado sana y salva. Ya parecía inútil hacerle entender que escuchar su voz era muy distinto a escuchar la de algún tipo que me anunciara las novedades con la extensión de un telegrama y la calidez del cubito de hielo que se derrite en mi whisky. “Te preocupas demasiado”, repetía. Se había vuelto su frase favorita para lidiar con cualquiera de mis planteos. ¿Cómo quiere que no me preocupe?, si hace menos de un mes que falleció su madre y no pasaba una noche en la que no se deshiciera en llanto. A veces me parecía probable que se deshidratara por derramar tantas lágrimas.

No era la misma desde ese 23 de diciembre. Se encerraba en su estudio con sus plantitas y cositas raras en frascos con formol y se pasaba horas allí. Investigando, redactando una y otra vez las reacciones de ciertos vegetales a la luz solar, al agua, al polvo. Yo me acercaba a la puerta, que siempre permanecía cerrada, para escuchar el ruido que hacía al tipear en su computadora para asegurarme de que siguiera viva. Yo ya sabía que el hecho de que sea bióloga no era sinónimo de diversión, pero no contaba con que su trabajo le absorbiera tanto tiempo. Las charlas entre nosotros escaseaban cada día más, y paralelamente, aumentaban las llamadas desde su celular. A la hermana, principalmente. “Me necesita, Martín”. Lo entiendo, es difícil, pero la hermana tiene 29 años, está casada, tiene 3 hijos y no se veía con su madre desde la Navidad del 2004, cuando habían discutido por algún pase de factura de esos que se guardan por años y afloran por un detonante diminuto. Supongo que las Navidades en la casa de su familia se prestan para esos arranques de sinceridad, porque no era la primera vez que presenciaba algo así. Pero esa vez fue más fuerte de lo común, y estuvieron mucho tiempo enojadas. Tiempo después, tuvieron que internar a su madre en un geriátrico por un grave cuadro de demencia senil y Penélope, la hermana de mi novia, creyó inútil visitarla teniendo en cuenta que no la reconocería.

Por lo tanto, en realidad, creo que era más Sonia quien necesitaba a su hermana que viceversa. Pero decirme eso hubiera significado asumir que ya no se refugiaba en mí, y eso hubiera llevado a una conversación que le impediría pasar tiempo con sus amados bichitos, porque, esta vez, no me hubiera dejado conformar con su frase de cabecera. No sé, estaba triste, se le notaba y yo no podía hacer nada. Ella no dejaba que me acercara, pero, a la vez, tenía una increíble habilidad para disimular su angustia. Cada vez que la descubría sollozando y me acercaba a abrazarla y consolarla ella lo notaba, se enjuagaba las lágrimas, se dibujaba una sonrisa y me miraba con un gesto que me hacía sentir de más. Mi psicólogo me recomendó que le tuviera paciencia, que le diera espacio y tiempo para procesarlo, para que hiciera su duelo a su manera. Hacía que me sintiera impotente e inútil, mi misión era protegerla y estaba fracasando, pero lo que menos buscaba era presionarla. Sólo me interesaba que supiera que yo estaba ahí, disponible para cuando ella quisiera.

Por otro lado, lo único que ella parecía disfrutar era la idea de irse a investigar a esa islita. Prefería irse lejos que estar conmigo. Es su trabajo, sí, lo se. Pero ella parecía vivirlo como algo más, como la oportunidad de evadirse de los problemas, de alejarse de todo lo que le causaba dolor. En este momento, me alegro de que no esté acá, viendo cómo me pongo celoso de un pedazo de tierra con palmeras.

Ayer soñé con agua, mucha agua, y alguien que se ahogaba. Por un segundo se me cruzó la idea de que fuese la visión de mi propia muerte; después de todo, en algún momento había contemplado la posibilidad de suicidarme así. Pero Sonia me había devuelto las ganas de vivir. Ella es la persona con más ganas de vivir que conozco. Supongo que significará algo distinto, un trauma de la infancia quizás, siempre son traumas de la infancia. A mi analista le va a encantar, estoy seguro. Pero mientras tanto, voy a seguir preparando el cartel de bienvenida. Sonia vuelve mañana a la noche y quiero que esta vez sus lágrimas sean de felicidad.

1 comentario:

Madi dijo...

Sobre la zona narrativa, creo que ya te dije más o menos todo el otro día. Pero me quedé con las ganas de leer lo que le agregaste al perfil de escritora, y me olvidé de decirte como hacer para publicarlo. Es una pavada, nada más tenes que ir a "editar entradas", seleccionar esa entrrada que querés modificar, y cuando se abra esa especie de procesador de textos con lo que escribiste ahí, modificá lo que quieras. Cuando termines, hacé clic en "Publicar entrada" (como hiciste la primera vez que lo subiste) y vas a ver que se modifica el texto con los cambios nuevos. Yo lo hago todo el tiempo, jaja porque siempre hay alguna palabra u oración que no me cierra mucho y TENGO que cambiarla.

Un beso grande!

Madi