miércoles, 26 de noviembre de 2008

Ensayo final

Entre la ciudad
“Vivir en la ciudad es como un sueño largo, uno no sabe nunca cuándo va a bostezar y empieza el despertar.”
Silvia Tomasa Rivera

y el campo
“Impregna su aroma, la rosa al viajero, el aire del campo es realmente sincero, senderos de tierra, molinos de viento.”
James Paul

Al llegar a la ciudad, la alegría me desborda; es que la capital tiene ese no se qué que la hace distinta a todo. Ver los edificios imponentes, escuchar el sonido alrededor, la sinfonía de una ciudad viva, que está permanentemente despierta, que, no importa la hora que sea, siempre te hace sentir bienvenido. La sensación de movimiento, las luces que brillan por doquier, que tintinean y te obnubilan, que te envuelven. Ese ritmo acompasado de la gente que funciona a la perfección con la sincronía del engranaje de un reloj suizo. Yendo y viniendo, cada uno con sus detalles, solo o acompañado, con vestido de fiesta o con bermudas y ojotas, pensando en unos mates o en una cena con champagne a la luz de las velas. Me encanta como todo interactúa sin que se note cómo.
Irme de vacaciones al campo tiene esa magia que es difícil de explicar. Llego a donde sea que me haya ido y ya me siento mejor. Ya no estoy mareada por las horas de viaje en micro o auto, ya no tengo sueño, ni hambre, ni estoy aburrida. Ya no estoy nerviosa o estresada. Estoy de vacaciones. No hace falta más que poner un pie en el destino elegido para que los pulmones se limpien, para sentir que nada puede arruinar ese olor a costa o a montaña. Para sentir que mis oídos se relajan con el sonido del correr de un arroyo, de los pajaritos, de los grillos. Prender un hogar a leña, percibir la naturaleza muy cerca, sentir la brisa al atardecer. Disfrutar la paz a la hora de la siesta (casi sagrada), caminar sin prisa, funcionar con tu propio reloj, sin agujas ni números.
Apenas toco el suelo camino rápido porque quiero llegar a mi casa, dormir en mi cama, volver a ver mi pieza. Tengo a mis amigos esperándome para salir, mi rutina de los sábados, mis vecinos y el asado de los domingos. Puedo recorrer las calles sin que todos sepan mi vida; a nadie le interesa si me puse un jean roto o una remera un poco manchada, con quién salí o con quién no, cada uno hace su vida y no molesta a los demás. Nadie me va a sentenciar por algún error del pasado, simplemente, porque no se enteraron, porque, a diferencia de un pueblo chico, hay más de treinta habitantes (de los cuales cinco son familia, diez amigos y el resto vecinos y conocidos que no tienen algo más divertido que hacer que compartir los chismes de los demás con una asiduidad tan rigurosa como la de leer el diario).
Si visito un lugar en el que ya había estado, lo que se destaca es el hecho de que uno se reencuentra con los vecinos de tantos años, los conocidos. La señora simpática de la rotisería, Don Mario con su kiosquito en pie aunque, en realidad, nunca veo que alguien le compre algo, el de los videojuegos, la del bar de la playa, que tiene los mejores licuados de durazno, el chico lindo de la heladería (que está un año más lindo). Si es un lugar nuevo, está todo para ser descubierto. Los paisajes, la gente, los negocios, las plazas. Todos están relajados, contentos. Nadie te contesta mal ni te pisa sin pedirte disculpas. Nadie te empuja para pasar o te lleva por delante porque está llegando tarde a tomar el subte. Se preocupan por saber cómo estás, les importas, no sos uno más, no pasas desapercibido, como si fueras invisible, como si no existieras.
Las calles están asfaltadas y se puede caminar sin embarrarse, algo que sí sucedería en un lugar donde la lluvia del día anterior sentencia el grado deplorable del estado en que uno llega a su casa. Sólo hay que preocuparse por unos pocos mosquitos y algún que otro insecto, porque el resto de los bichos molestos están bien lejos y escondidos. Se puede prender la estufa en un abrir y cerrar de ojos si hiciera frío, así como también se tiene acceso al alivio que significa el aire acondicionado en un día de calor infernal con solo presionar un botón.
Para pasar el tiempo, puedo ir a ver las películas que no pude cuando estaba en un lugar alejado de casi toda la tecnología moderna a la que estoy acostumbrada en la ciudad. Puedo estar informada de lo que pasa a mi alrededor sin sentir que estoy en una burbuja de aire. Está todo al alcance de la mano, hay teatros cerca, hospitales, bares, pubs, boliches, cines, plazas, cafeterías, heladerías. Y todo marcha a tiempo.
Me gusta porque hago vida de desintoxicación de la ciudad. No huelo el humo de los caños de escape de los autos, no escucho el ruido de las bocinas impacientes, no veo cuadras y cuadras con millones de propagandas queriéndome vender hasta lo más inútil. Prefiero ver la tele cuando quiero y no porque se convirtió en sonido ambiente, leer los diarios cuando tengo ganas y no accidentalmente (sólo porque están por todos lados y es más difícil no verlos que hacerlo), prefiero no enterarme de una cantidad excesiva de malas noticias que parecerían ser lo único que merecen estar en primera plana. Quiero estar tranquila y cenar sin atragantarme porque escucho que no se cuántos viejitos murieron por la ola de calor o a cuántos mataron o violaron o asaltaron. Estar alejada de todo en su justa medida es lo más sano para no vivir permanentemente amargada, asustada, casi paranoica. Porque la vida es muy corta y se acorta aún más cuando se la vive mal.
Si me preguntan dónde elegiría quedarme, dónde preferiría vivir, dónde me veo más feliz, más plena, no sabría qué responder. No estoy segura de cuál es mi lugar porque, es difícil conocerme a mi misma hoy, pero se hace mucho más difícil todavía conocer cómo seré mañana. Quizás sea que idealizar y demonizar son caras de una misma moneda y sólo haya que tirarla al aire y elegir cara o ceca.

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