miércoles, 30 de abril de 2008

Sin palabras

Una pareja camina por Corrientes. Es de noche. No hace frío, pero tampoco calor. Ideal para caminar. Pareciera ser una de sus primeras citas. Se los ve nerviosos. De repente, él la mira y luego de tartamudear unas sílabas inteligibles, se anima a preguntarle: "¿te puedo agarrar de la mano?". Ella, ruborizada, musita un tímido "sí", acompañado con un gesto afirmativo de la cabeza. Está orgullosa. Se le nota, le brillan los ojos. Está pensando en que quisiera tener una cámara para inmortalizar ese momento, pero se conforma con grabarselo en la retina. Quizás sea por eso que mira constantemente las manos entralazadas, no quiere perderse detalle. Nunca antes había notado el lunar que él tiene en el meñique. Por un momento, duda de que lo que está sucediendo sea real. Podría ser todo un sueño. No, está pasando. La transpiración de su mano lo confirma, al mismo tiempo que la delata su taquicardia. Sonríe. Siente eso, algo parecido a lo que sintió alguien antes. Ese mismo alguien que, con mucha más creatividad de la que ella confía tener, lo definió con una metáfora de la que ella se apropia. Tiene mariposas en la panza.
Llegan a la heladería. Piden unos vasitos y se sientan en el banco de afuera. Conversan. Un tema tras otro. Todo pareciera ser mucho más interesante de lo común. Se hace un silencio. Ella lidia con la frutilla al agua que amenaza con derrumbarse. Es él quien rompe el silencio:
-"hay dos clases de hombres".
Ella, sorprendida por el abrupto cambio de tema pero maravillada por su espontaneidad, enseguida se incorpora. Cuestiona:
-"¿dos, nada más? yo podría enumerarte cientas."
-"Pero hay dos grupos muy grandes que se logran distinguir, para facilitar una clasificación".
Interesada, busca saciar su curiosidad:
-"a ver...¿cuáles son?"
-"Están los hombres que piden permiso y los que piden perdón".
-"Creo que es una buena forma de verlo".
Ahora él se siente más seguro. El clima está relajado y ella no deja de sonreir. Es ahora o nunca. Vuelve a la carga:
-¿qué tipo de hombre te gustaría que fuese yo con vos?
Ella, que había captado la intención, busca conciliar su impulso con su protocolo. Piensa. Después de unos segundos, responde:
-"me gustaría que fueses uno que no pide permiso ni perdón".
Él queda asombrado. Intenta disimular su emoción. Un hormigueo le recorre el cuerpo. El dulce de leche avanza sobre la mano que sostiene el vasito. Se miran fijamente, un largo rato. Sus miradas clavadas en las pupilas del otro. Ella esboza, nuevamente, una sonrisa. Él interpreta el gesto. No hacen falta palabras, no hay nada que explicar. De repente, sus labios se encuentran en el beso más deseado y tierno de todas sus vidas. Algo está empezando.
En otro de los bancos, se vislumbra una segunda pareja. La situación es contrastante. En ésta, los protagonistas discuten fervientemente. Se reprochan mutuamente. Pelean. Ella llora, él grita. Algo está terminando.
Después de todo, a pesar del poder del Sol, siempre es de noche en la mitad del Planeta.

En el colectivo... (me bajo en la próxima)

Después de viajar media hora de pie, había logrado sentarme. El 106 estaba lleno, como de costumbre a esa hora de la mañana. No había pasado así más de dos paradas cuando un chico me hace un gesto para advertirme que le ceda mi asiento a una señora muy mayor que acababa de subir. Salgo de mi ensimismamiento, que me mantenía distraída, y le respondo con un movimiento de cabeza en señal de afirmación. Accedo a levantarme para brindarle el lugar a la mujer, pero ella, para mi sorpresa, rechaza mi propuesta. Su convicción es tal que me resulta rarísimo pensar que venga de alguien a la que yo creí desesperada por reposar su agobiado cuerpo en algo más mullido que la puerta del colectivo. Yo insisto: "sientese, ya me bajo", una mentira piadosa no va a dañar a nadie. Con una sonrisa y una inaudita fuerza para alguien con su estructura, aparentemente frágil, sujeta mi muñeca, para evitar que termine de levantarme, y me responde: "te agradezco querida, pero no hace falta". Me quedo helada. Estoy acostumbrada a que la gente se avalance por un puesto libre y, sin embargo, ella, con más razones que cualquier otro allí, hablaba con una entereza y una autoridad envidiables, sin mendigar compasión o intentar generar lástima (recursos generalmente muy utilizados por los demás en esas circunstancias). Cinco minutos después, naturalmente, yo aún no debía bajar. Alguien que me había escuchado antes y había creído en mi argumento, empezaba a entender cuál había sido mi verdadera intención. Se levanta, le hace una seña con la mano a la señora y le indica que tome su lugar. La anciana intenta repetir su orgulloso discurso, pero no llega a abrir la boca. El hombre que se había levantado se adelanta: "Bajo en la próxima". Él no mintió, no le hizo falta. Supongo que la señora le creyó, o quizás pensó que sería de mala educación no aceptar el generoso gesto. Sea cual fuese su razón, esta vez, agradece y se sienta. Tiene la frente en alto y una sonrisa de suficiencia dibujada en sus labios carmín, que asentúan sus marcadas arrugas, huellas de la vida que delatan sus años.
Suena el timbre. El señor se baja. Sube alguien de no más de 25 años. Tiene una guitarra. La afina, la observa, la toca hasta que logra articular algo similar a una melodía. No busca recompensas, sólo hacerse notar. Da la impresión de que nadie le presta mucha atención, pero todos saben que está ahí. El efecto parece ser bastante parecido al deseado. Giro la cabeza y observo una publicidad expuesta como cartelera en una chapa que simula ser la suplente de una pared en construcción. Me parece ingeniosa. Se trata del dibujo de una valija troquelada ("armá la valija", deduzco el slogan aunque no está escrito por ninguna parte). Es una buena idea. Qué bien me vendría un viaje, unas vacaciones, algo. Pero aún falta mucho para el receso invernal. Los planes tendrán que esperar. Poso mi mirada en una chica que, curiosa, intenta descifrar el título del libro que lee una mujer a su lado. Sonrío, me siento identificada con ella. Vuelvo a enderezarme. Me preparo. La siguiente es mi parada.

lunes, 28 de abril de 2008

"Carta sin destino" (Decisiones)

Peny:

Te escribo para contarte que acá todo es hermoso. Estuve tan concentrada en lo que me rodea que me olvidé de mí, de mis dolores, de todo. Te informo que no creo que vuelva hasta dentro de un buen tiempo porque desde acá me voy a ir a Grecia con Martín. Estamos relativamente cerca y queda de paso en la ruta de vuelta a Argentina; así que yo me voy con la lancha que mandan del trabajo y me ahorro el pasaje. Martín va a estar en Alemania por negocios, así que es una oportunidad justa para tomarnos unos días sólo para nosotros.

Quizás, hasta me pague la estadía mi jefa. Supongo que va a buscar cualquier excusa para no tener que verme y decirme que estoy despedida. No es que me lo haya sugerido en realidad, pero vi su expresión cuando notó que me temblaba la mano. Ya rompí media docena de tubos de ensayo, entre otras cosas. De hecho, por lo tacaña que es, seguro que le pesa más la plata que le cuesta reemplazar los elementos del laboratorio que el hecho de que mi enfermedad me incapacite.

Y con respecto a eso, tomé una decisión: no voy a tomar más pastillas ni voy a dejar que me sigan pinchando. Los síntomas no mejoran y yo ya estoy harta de luchar con una condición que es irreversible. Ya no se cómo disimular con Martín los moretones que tengo por la cantidad de veces que me sacaron sangre. Él debe sospechar que algo anda mal, porque últimamente lo estuve alejando, pero no quiero que se entere antes de que yo se lo diga. Por eso, te tengo que pedir un favor. Andá al departamento y llevate los exámenes antes de que alguien los descubra. Están en un sobre de papel madera, adentro del tercer cajón de mi mesita de luz (es la que tiene el velador violeta que me regalaste para mi cumpleaños). Él va a estar viajando a Europa mañana, así que no te lo vas a cruzar, no va a haber ningún problema. Por favor, guardalos en tu casa hasta que yo vuelva.

Creo que unas mini vacaciones nos van a venir bien. Voy a aprovechar y le voy a contar también lo de Javier. Aunque, técnicamente en ese momento no estábamos juntos y no hice algo malo, me siento terrible ocultándoselo. Hablando de eso, ¿te conté que me llamó hace unas semanas? Se enteró de lo de mamá y quería saber si estaba bien, si necesitaba algo. Ya que estaba, le dije que me parecía que lo mejor era que nos dejáramos de ver, por un tiempo al menos. Supongo que dormir una vez con tu ex es algo en lo que cae más de uno, pero hay que considerar que yo estaba triste por la separación con Martín y, además, acababan de diagnosticarme. Fue una excepción. Creo que Javier lo tiene claro, pero ahora que ya se arreglaron las cosas me parece que es mejor estar distanciados, para evitar conflictos.

Bueno, hermana, creo que ya no me queda más que despedirme. Mandale saludos de mi parte a los chicos y a Ramiro.

Gracias, desde ya, por todo.

Te quiero!!!

Sonia

PD: Cuando vayas a buscar el sobre, regá las plantas y alimentá a los peces, por favor. Yo lo llamé a Martín ayer, con lo último que me quedaba de crédito en el celular, para recordarle que limpie la pecera, pero no quiero que se mueran de hambre, ni que las plantas se sequen. Vos les tirás un poquito de agua y ya está, se recuperan. El agua es milagrosa, siempre lo digo.

martes, 22 de abril de 2008

"Los que se quedan" (La espera)

Hace siete días, nueve horas y diez, no, once minutos que ella se fue. “Te voy a extrañar” me dijo. Fue lo último que escuché de sus labios antes de que subiera al avión que la llevaría a aquella isla de la que había estado hablándome por meses. Según las reglas que se comprometió a acatar, no le estaba permitido llevarse aparatos electrónicos, por lo tanto, sabía que las llamadas no eran una opción. Aparentemente, todo lo que fuese “moderno” provocaría contaminación acústica o algo así. Y a ella parecía importarle más defender la calidad de vida de esos remotos animalitos que asegurarse de que yo no enloqueciera por no tener novedades suyas. Me dijo, unas tres o cuatro docenas de veces, que se aseguraría de que la persona que la dejara en el lugar me hiciera saber que había llegado sana y salva. Ya parecía inútil hacerle entender que escuchar su voz era muy distinto a escuchar la de algún tipo que me anunciara las novedades con la extensión de un telegrama y la calidez del cubito de hielo que se derrite en mi whisky. “Te preocupas demasiado”, repetía. Se había vuelto su frase favorita para lidiar con cualquiera de mis planteos. ¿Cómo quiere que no me preocupe?, si hace menos de un mes que falleció su madre y no pasaba una noche en la que no se deshiciera en llanto. A veces me parecía probable que se deshidratara por derramar tantas lágrimas.

No era la misma desde ese 23 de diciembre. Se encerraba en su estudio con sus plantitas y cositas raras en frascos con formol y se pasaba horas allí. Investigando, redactando una y otra vez las reacciones de ciertos vegetales a la luz solar, al agua, al polvo. Yo me acercaba a la puerta, que siempre permanecía cerrada, para escuchar el ruido que hacía al tipear en su computadora para asegurarme de que siguiera viva. Yo ya sabía que el hecho de que sea bióloga no era sinónimo de diversión, pero no contaba con que su trabajo le absorbiera tanto tiempo. Las charlas entre nosotros escaseaban cada día más, y paralelamente, aumentaban las llamadas desde su celular. A la hermana, principalmente. “Me necesita, Martín”. Lo entiendo, es difícil, pero la hermana tiene 29 años, está casada, tiene 3 hijos y no se veía con su madre desde la Navidad del 2004, cuando habían discutido por algún pase de factura de esos que se guardan por años y afloran por un detonante diminuto. Supongo que las Navidades en la casa de su familia se prestan para esos arranques de sinceridad, porque no era la primera vez que presenciaba algo así. Pero esa vez fue más fuerte de lo común, y estuvieron mucho tiempo enojadas. Tiempo después, tuvieron que internar a su madre en un geriátrico por un grave cuadro de demencia senil y Penélope, la hermana de mi novia, creyó inútil visitarla teniendo en cuenta que no la reconocería.

Por lo tanto, en realidad, creo que era más Sonia quien necesitaba a su hermana que viceversa. Pero decirme eso hubiera significado asumir que ya no se refugiaba en mí, y eso hubiera llevado a una conversación que le impediría pasar tiempo con sus amados bichitos, porque, esta vez, no me hubiera dejado conformar con su frase de cabecera. No sé, estaba triste, se le notaba y yo no podía hacer nada. Ella no dejaba que me acercara, pero, a la vez, tenía una increíble habilidad para disimular su angustia. Cada vez que la descubría sollozando y me acercaba a abrazarla y consolarla ella lo notaba, se enjuagaba las lágrimas, se dibujaba una sonrisa y me miraba con un gesto que me hacía sentir de más. Mi psicólogo me recomendó que le tuviera paciencia, que le diera espacio y tiempo para procesarlo, para que hiciera su duelo a su manera. Hacía que me sintiera impotente e inútil, mi misión era protegerla y estaba fracasando, pero lo que menos buscaba era presionarla. Sólo me interesaba que supiera que yo estaba ahí, disponible para cuando ella quisiera.

Por otro lado, lo único que ella parecía disfrutar era la idea de irse a investigar a esa islita. Prefería irse lejos que estar conmigo. Es su trabajo, sí, lo se. Pero ella parecía vivirlo como algo más, como la oportunidad de evadirse de los problemas, de alejarse de todo lo que le causaba dolor. En este momento, me alegro de que no esté acá, viendo cómo me pongo celoso de un pedazo de tierra con palmeras.

Ayer soñé con agua, mucha agua, y alguien que se ahogaba. Por un segundo se me cruzó la idea de que fuese la visión de mi propia muerte; después de todo, en algún momento había contemplado la posibilidad de suicidarme así. Pero Sonia me había devuelto las ganas de vivir. Ella es la persona con más ganas de vivir que conozco. Supongo que significará algo distinto, un trauma de la infancia quizás, siempre son traumas de la infancia. A mi analista le va a encantar, estoy seguro. Pero mientras tanto, voy a seguir preparando el cartel de bienvenida. Sonia vuelve mañana a la noche y quiero que esta vez sus lágrimas sean de felicidad.

Experiencia BAFICI

BAFICI es la sigla que se utiliza para abreviar el popular Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente. Resulta evidente la practicidad de simplificar tan extenso nombre, de manera que así es como me acostumbré a llamarlo. Éste es el décimo año que se realiza el festival, presentando películas de países de alrededor de todo el mundo, reuniendo a autores consagrados y a nuevos talentos. Durante trece días (desde el 8 al 20 de abril) se respiró cine en la Ciudad. Las presentaciones se sucedían durante todo el día en varias salas de la capital.

Nuestro interés se focalizó en una de ellas, la del Hoyts General Cinema Abasto (otro nombre largo).
La decisión no fue arbitraria. Con mis amigas estábamos decididas a transformar una consigna académica en una placentera salida, por lo tanto, no podía faltar el paseo obligado y el almuerzo, que nos aseguraría el éxito, ya sea como complemento de una buena película o para minimizar el gusto amargo en caso de que ésta fuese espantosa. Yo era la encargada de reservar las entradas con anticipación, por lo tanto, me aventuré a la sede predilecta con la esperanza de asegurarnos los tres lugares necesarios para ver alguna de las películas que teníamos en mente. Fue en vano. Llegué después de un agotador viaje para enterarme de que ya no se vendían entradas otro día que no fuera el de presenciar la película. La chica que me atendió pareció sentirse culpable por la información que me daba. Quizás mi cara de desilusión la había conmovido. Supongo que por esa razón, creyó que me daba una buena noticia cuando me anunció que si me presentaba ese día en el lugar, antes de que éste abriera, seguramente no tendría problemas para encontrar disponibilidad. Cuando mencionó el horario en el que, supuestamente, debía presentarme, dejé, automáticamente, de escucharla. Un domingo a las 9 de la mañana no era una opción. Agradecí su vana intención de esperanzarme y, solo para justificar el hecho de haber ido hasta allí, con la incipiente bronca por la inutilidad de tal hecho, me decidí a recolectar información. En la zona de informes del festival asomaban innumerables folletos que prometían asesoramiento y un esclarecedor panorama de las ofertas cinematográficas. Con renovado ímpetu, guardé en mi morral todo lo que tuviera la palabra BAFICI escrita a la vista: suplementos de diarios, revistas, panfletos, papeles, papelitos. Una vez saciada mi cuota de conformismo, me dirigí a buscar la parada del colectivo que me llevara de vuelta a mi casa.

Después de una extensa conversación con mis compañeras, nos decidimos por ir directamente al mediodía, con la convicción de encontrar puestos libres. Una vez más, las expectativas no se cumplieron. Debido a que era el último día de presentaciones, la mayoría ya estaban agotadas al momento de nuestra llegada. Por un incidente, que no viene al caso, yo llegué unos minutos más tarde al punto de encuentro. Al verlas, me comentaron que habían elegido una dentro de las pocas opciones que tenían. Si bien no teníamos una reseña muy completa que nos adentrara en la trama, lo poco que sabíamos era suficientemente prometedor como para superar las demás ofertas.

La película, “Resfriada”, una nacional, empezaba unas horas más tarde, lo que nos daba tiempo suficiente para pasar por uno de los restaurantes del Abasto. Con la panza llena, nos dirigimos a la sala correspondiente. Llegamos unos minutos tarde por un error de cálculos y las luces ya estaban apagadas. Tan sigilosamente como nos fue posible nos acomodamos en unas butacas. La película parecía haber empezado hace mucho más que lo que indicaba la entrada. Sin embargo, al indagar a un simpático señor que estaba sentado cerca de nosotras, descubrimos que habíamos llegado a tiempo. La impresión que intentaba dar el film era justamente la que nosotras teníamos en ese momento. Uno se sentía fisgoneando en la vida de los personajes que lo protagonizaban. Con el correr de la cinta descubrimos que ésa era, justamente, la esencia del producto fílmico: crear un ambiente de complicidad con el espectador que lo hiciera sentir identificado con semejante cotidianeidad.

Las escenas giraban en torno a fragmentos de la vida de los personajes. Nos enteramos de que Nadia atravesaba una crisis con su pareja, Lucía, con quien convivía, que la había llevado a morar transitoriamente en el hogar de Ernesto. Mientras tanto, se encargaba de traducir un libro en alemán que su hermano y Ernesto, que trabajan juntos en una editorial, planean publicar. Con algunas notas de color (sobre todo humorísticas), esta película se encarga de atravesar los rincones más comunes de la vida. Sin efectos especiales, sin finales felices o tristes (de hecho, el final es tan abierto que sorprende el momento en que aparecen los créditos), sin superhéroes, sin más logros que los que implica vivir y salir airoso de ello, que no es un detalle menor. Se destaca por no destacarse, muestra situaciones ordinarias, cotidianas de la vida, del día a día. Un excelente y sugestivo ejemplo de ello es el hecho de que Nadia tenga un resfriado (circunstancia que le vale, precisamente, el título a la película), siendo ésta la enfermedad más común de todas.

Pasando por escenas de charlas, llamados telefónicos, lectura, reuniones, por nombrar algunas, queda en evidencia la vida misma. Tan simple como para representarla en noventa minutos, tan compleja como para que ese tiempo no haya sido suficiente.

Fue mi primera experiencia BAFICI pero, sin duda, no será la última. Prometo estar allí cada vez que alguien tenga ganas de mostrarle al mundo su arte y, siempre y cuando, haya alguna butaca libre dispuesta a recibirme.

jueves, 17 de abril de 2008

Memoria de escritora

Cuando era chica pasaba más tiempo fantaseando que dándome cuenta de la realidad que me rodeaba. Siempre intentaba imaginarme como una princesa, dejándome llevar por la historia de algún cuento de hadas relatado con dulzura por mis padres que me asegurara la llegada del tan ansiado príncipe azul. En mi mente, mi casa era un castillo y no entendía por qué en el jardín no había un foso con cocodrilos, o por qué desde la ventana de mi pieza no se divisaba algún dragón enfurecido esperando impaciente para devorar a alguien que intentara rescatarme. Había sido mi cumpleaños y me habían reglado un diario íntimo, donde empecé a plasmar mis vivencias. Pero la particularidad de tener un hermano menor hizo que poco tiempo después aquéllas páginas encuadernadas se convirtieran prácticamente en prensa del corazón para entretener a mis vecinitos; la definición de “íntimo” ya estaba de más, dejando así inconcluso su principal propósito.
Fui creciendo y entendí que no debía intentar que el mundo entrara en mi ilusión, sino que era yo la que debía otorgarle un lugar en mi mundo a la imaginación. Así fue que empecé a trasladarme a lugares fantásticos, que sólo tenían sentido en mi mente, cuentos que plasmaba en hojas de papel, convirtiéndolas en mis únicas cómplices. Historias de amor, de odio, de dolor, de felicidad.
Con el tiempo descubrí que escribir me ayudaba a pensar, y esos pensamientos ya no se conformaban con la hacinación en un cuadernito que yo atesoraba sólo para mí, ahora exigían crecer, interactuar, mutar, exigían ser compartidos para alimentar mi creatividad, para actualizar mi visión. Entonces mi mundo ya no era solo mío, ahora también participaban amigos, que contribuían con sus creaciones a completar las rimas que yo intentaba elaborar, a elegir el final más adecuado para aquella historia que iba tomando forma con cada aporte. Surgían poemas, fragmentos de la vida que nos resultaban relevantes y que se reflejaban en palabras que intentaban reproducir con fidelidad nuestras experiencias. Sin embargo, siempre reservaría ciertos trocitos de vivencias muy personales, narraciones que yo sabría mantener como herramientas de exhortación, que habían sabido ser mi desahogo en momentos de euforia.
Muchas veces mi escritura me eximía de mi mala memoria. Solía llenar agendas completas con alguna cónica de viaje, algún campamento del que no quería olvidar un detalle, algún trayecto que no merecía depender de mi escasa retención a largo plazo.
Otras tantas veces, mi forma de expresión se había vuelto una carga. Mis creacions literarias tenían la particularidad de haberse vuelto costumbre en el imaginario colectivo de quienes me rodeaban. Llegué a observar cómo alababan uno de mis poemas que, aunque lo había escrito yo, no sentía propio ya. Había surgido de una consigna escolar que pretendía que conectáramos palabras desconocidas con el fin de redactar unos párrafos con sentido. Pase más tiempo en complicidad con el diccionario que con mi espontánea creatividad. Aunque estuviera escrito de mi puño y letra, no lo sentía mío. Era tan esquemático, tan limitado, tan poco yo. Al poco tiempo de haberlo terminado, el interés de los demás por su contenido se fue incrementando. Veía reproducir al texto cual panfleto para ser entregado en manos de compañeros del trabajo de mis padres, profesores, familiares. Se notaba el brillo en sus ojos, delatando que me imaginaban recibiendo incontables trofeos de academias literarias que ni siquiera sabrían si existían. Se sentían orgullosos de conocerme (como si fuera la primera vez que me tenían frente a ellos) y se deleitaban con la idea de que “la nena” escribía bien. Parecía más importante el hecho de que el texto haya quedado “lindo” que el que realmente me gustara a mí.
Por otro lado, me estaba acostumbrando a que mis amigos, al cumplir años, esperaran con más ansias un sobre que un paquete de mi parte. Sin importar mi inspiración o mis ganas, tenía que escribir, casi por obligación, para cubrir expectativas. Debía inventar nuevas líneas año tras año para “cumplir”, midiendo mi superación con alguna lágrima emotiva del lector que indicara que el trabajo estaba bien hecho.
Si alguien me hubiera preguntado cuál era la narración que más me identificaba, que más me enorgullecía, a la que más cariño le tenía, hubiese elegido cualquiera menos ésa.
Siguiendo con mi trayecto como escritora, atravesaba nuevos horizontes. Aquellas historias de aventura, que mis padres habían sabido transmitirme con una ilusión reconfortante, estaban lejanas ya, pero, sin embargo, la magia resurgía de formas insólitas. Me encontraba compartiendo noches de viernes en familia, inventando canciones sin lógica, sin otro objeto más que admirar mutuamente nuestras sonrisas amplias o escuchar algunas carcajadas sinceras y contagiosas. Esas risas que afloraban más rápido de lo que cualquier contador de chistes profesional habría logrado, que eran más efectivas contra el malhumor que cualquier otra cosa, ese remedio casero contra el estrés de la semana que resultaba más eficaz que un programa de televisión pasatista o que era más barato que cualquier otro fármaco. Y eso era posible tan solo con un poco de imaginación y la efusiva cooperación de todos. Las noches de los viernes pasaron a ser mis favoritas.
Tiempo después, la escuela secundaria me encontró llena de ideas y con algo de práctica pero casi sin teoría en el terreno de la escritura. Entonces, allí, aprendí a expresarme de una manera más clara, a relacionarme con mis proyectos desde una perspectiva distinta, a organizar mis pensamientos, a pararme a observar las experiencias desde otro punto y a combinarlas de una manera más armónica con mi creatividad. Cada aprendizaje era una forma de incorporar un lenguaje que no solo entendiera yo, sino que pudiera comprenderlo cualquiera que no me conociera siquiera. Con más pautas algunas veces que otras llegué a transmitir lo que me sucedía, lo que observaba, lo que sentía y, por qué no, lo que quería sentir. Las emociones y sensaciones fueron tomando forma hasta constituirse como ideas, esas ideas se plasmaron en el papel como palabras, palabras que formaban frases y que, poco a poco, iban desenvolviéndose en textos maduros y desarrollados. Así, fui incorporando la escritura como un hábito y, pasando por herramientas tecnológicas como el “blog”, conseguí entender que la mejor forma de invertir mi escritura era compartiéndola, dejando, de esa forma, un pedacito de mí en cada uno. Sin darme cuenta, escribir me hacía pensar a mí y ayudaba a pensar a los demás; era más de lo que podía pedir.

Viaje final

Llegué una mañana calurosa de enero a esa isla virgen de la que tanto me habían hablado. Como bióloga me resultaba fascinante la idea de recorrer un lugar que aún conservara intacta la vida animal y vegetal, un sitio tan lleno de naturaleza y tan ajeno a la potencial intervención humana que, casi indefectiblemente, deja fuertes huellas a su paso. La luz me cegaba, sin duda, el nombre de aquel paraíso terrenal estaba muy bien puesto: Isla del Sol. La luminosidad que irradiaba la estrella estaba presente dieciocho de las veinticuatro horas del día, la noche, efímera, era apenas suficiente para que un fresco aire renovara el ambiente.
Me habían contado acerca de la tranquilidad que reinaba con cada canto de los pájaros, con cada sonido de los grillos, pero no habían logrado transmitirme la paz que eso generaba, la ilusión que creaba cada rincón. Que iba a encontrar infinitas clases de plantas exóticas, flores con pétalos de hasta siete colores que intimidarían a cualquier arco iris, animales de genética indescifrable, todo eso ya me lo habían anticipado, pero habían pasado por alto el detalle de que ahí lo único extraño sería yo, yo era el espécimen más desagradable en ese sitio y, sin embargo, esa situación no parecía resultarle relevante ni siquiera a uno de los seres que me rodeaba, o al menos no lo suficiente como para evitar acercarse con una naturalidad que los humanos seríamos incapaces de imitar. Era increíble observar la armonía que emanaba de todos lados, la excesiva cantidad de frutos tropicales como kiwis, mangos, piñas y la fuente de agua inagotable se encargaban de soslayar conflictos innecesarios.
Tampoco me habían advertido que de esa isla, donde incluso las noches se iluminaban por el desinteresado aporte de las luciérnagas, era imposible querer irse. Habiendo hecho tantos descubrimientos, la ilusión de adentrarme más y más en ese maravilloso ecosistema me embargaba de felicidad.
Los días pasaban y yo no dejaba de sorprenderme, todo parecía funcionar a la perfección y me contagié tan rápido de esa salvaje libertad que ya no extrañaba siquiera mi casa, mucho menos mi laptop o mi celular que unos días atrás habían sabido ser mis mejores amigos. Evadía el momento de mirar el calendario porque me recordaría que mi plazo semanal se estaba acabando y esa idea me parecía, simplemente, insoportable.
El último día amaneció con más fuerza que los anteriores, se percibía más intenso el perfume de las flores y los pájaros cantaban más enérgicos que de costumbre, o quizás fuese sólo mi desesperado intento de encontrar una excusa para tener que quedarme otra semana, incluso un año o una vida entera. Pero sabía que no podía, era una de las reglas que había prometido acatar antes de emprender mi viaje. Sin embargo, tampoco podía volver. Mi profesión me había llevado por innumerables parajes y jamás había sentido lo que sentía en ese momento. Pensar en cualquier otra alternativa que no fuese quedarme me producía una honda angustia, hacía que se me entrecortara la respiración y que me sintiera muerta en vida. Se había producido una conexión tan grande con ese lugar que no podía entender cómo no me había convertido en una porción de tierra, en una palmera, o en un litro de agua de ese inmenso mar que asomaba por la desdibujada costa. Pero mi amor por el estado inmaculado del lugar era aún más grande, no me perdonaría alterarlo con mi estadía; el hecho de quebrantar las reglas de permanencia acarrearía desastrosas consecuencias para la efectividad en la protección de aquellas especies que, hasta el momento, habían logrado ser preservadas con un enorme esfuerzo.
La lancha que me llevaría de vuelta se acercaba. Tenía que tomar una decisión: soportar el hecho de abandonar esa profunda e irrepetible felicidad o encontrar la forma de no regresar ni quedarme. Me di cuenta que, aunque no me habían dicho muchas cosas, había aprendido más que cualquiera. Que el agua es sanadora no era una novedad, pero ahora yo estaba a punto de comprobarlo, frente a mí, el mar me recibía calmo pero decidido a compadecerse de mi dolor tan pronto como mi cuerpo se lo permitiera.

Presentación como lectora

Comenzaba mi tercer año en la escuela secundaria cuando una profesora de aspecto bonachón entró al aula. Era el primer día de clases del 2003 así como, también, la primera materia que me tocaba presenciar esa mañana de Marzo. Yo venía de otra escuela, por lo tanto, todo me resultaba novedoso. Con los nervios lógicos de quien se encuentra en una situación diferente, con personas nunca vistas y hábitos desconocidos que debía incorporar, observé a la que sería la profesora de Filosofía. Procedió a presentarse y a indicarnos la bibliografía que debíamos conseguir. Al término de las horas protocolares de su asignatura, enunció la tarea: “leer para la próxima clase ` La alegoría de la caverna ´”. Me costó un poco escribir ese título, sobre todo porque no tenía idea de lo que significaba la palabra “alegoría”, si llevaría h en algún lugar entre las demás letras o qué tendría que ver con la mencionada caverna.
Una vez retirado el texto de la biblioteca, me fui al recreo. Me pareció absurdo, y hasta ridículo, intentar acercarme a personas que probablemente ni siquiera supieran que yo era una de sus compañeras, por lo tanto, decidí pasar esos preciados quince minutos en el patio, dándole un vistazo a mi recientemente conseguido material filosófico. Éste relataba una especie de metáfora (ese era el sinónimo de alegoría que me había devuelto el diccionario) escrita por un griego, Platón, que intentaba dar cuenta de la parcial conciencia que tenemos los seres humanos del verdadero saber y del mayor bien. En su composición establecía la imagen de un grupo de prisioneros que veían, en el interior de una caverna y alumbrados por una fogata, cómo otras personas, que llevaban distintos objetos, desfilaban por algún lugar al que a ellos les resultaba imposible llegar. Se detallaba la liberación de uno de esos cautivos y su experiencia de acceso a aquel sitio, que hasta entonces había sido inalcanzable, con la grandiosa transformación que esa vivencia le implicaba y su posterior ánimo de compartirla con sus compañeros, que terminaban descreyendo de sus palabras y agrediéndolo muy violentamente.
La explicación consistía en tomar el concepto de la liberación y la experiencia como la vía para llegar a la comprensión del mundo de las ideas, a un plano de conocimiento superior donde, habiendo superado el mundo sensible de los sentidos gracias a la filosofía, estuviéramos en condiciones de entender realmente las cosas, de ver las figuras reales con sus respectivos objetos y no las sombras que éstas proyectaban (que era lo que, en realidad, los prisioneros alcanzaban a observar). Así también, aquella fogata que alumbraba a los cautivos no era más que una paupérrima y artificial muestra de la luz que irradiaba la verdadera fuente cegadora del mayor bien, representado en la figura retórica del Sol, que tenía ese poder transformador que había vivido el liberado y que presentaba una situación tan difícil de concebir que lograba ser blanco de incredulidades de aquellos que no soportaban ser concientes de lo limitados que habían vivido al no haberlo experimentado.
Quedé anonadada con ese primer acercamiento a tan extraordinaria teoría. En esa edad en que los adolescentes se rebelan contra lo que creían conocer y buscan descubrir el saber por sus propios medios, yo no era la excepción. Se me abría un mundo de planteos que jamás me había hecho. La sola idea de pensar en tamaña fuente de infinito saber me hacía sentir ignorante y diminuta. Ya no estaba en discusión si Platón era realista, utópico o si estaba loco, mi ambición de adquirir esa independencia de las limitaciones sensoriales y mi sed de saber era un motor lo suficientemente potente como para encontrarle sentido a una entera vida de estudios, a una búsqueda de sabiduría y, por supuesto, resultaba también un fuerte incentivo para volver al aula cuando sonaba el timbre que anunciaba el fin del recreo.