Comenzaba mi tercer año en la escuela secundaria cuando una profesora de aspecto bonachón entró al aula. Era el primer día de clases del 2003 así como, también, la primera materia que me tocaba presenciar esa mañana de Marzo. Yo venía de otra escuela, por lo tanto, todo me resultaba novedoso. Con los nervios lógicos de quien se encuentra en una situación diferente, con personas nunca vistas y hábitos desconocidos que debía incorporar, observé a la que sería la profesora de Filosofía. Procedió a presentarse y a indicarnos la bibliografía que debíamos conseguir. Al término de las horas protocolares de su asignatura, enunció la tarea: “leer para la próxima clase ` La alegoría de la caverna ´”. Me costó un poco escribir ese título, sobre todo porque no tenía idea de lo que significaba la palabra “alegoría”, si llevaría h en algún lugar entre las demás letras o qué tendría que ver con la mencionada caverna.
Una vez retirado el texto de la biblioteca, me fui al recreo. Me pareció absurdo, y hasta ridículo, intentar acercarme a personas que probablemente ni siquiera supieran que yo era una de sus compañeras, por lo tanto, decidí pasar esos preciados quince minutos en el patio, dándole un vistazo a mi recientemente conseguido material filosófico. Éste relataba una especie de metáfora (ese era el sinónimo de alegoría que me había devuelto el diccionario) escrita por un griego, Platón, que intentaba dar cuenta de la parcial conciencia que tenemos los seres humanos del verdadero saber y del mayor bien. En su composición establecía la imagen de un grupo de prisioneros que veían, en el interior de una caverna y alumbrados por una fogata, cómo otras personas, que llevaban distintos objetos, desfilaban por algún lugar al que a ellos les resultaba imposible llegar. Se detallaba la liberación de uno de esos cautivos y su experiencia de acceso a aquel sitio, que hasta entonces había sido inalcanzable, con la grandiosa transformación que esa vivencia le implicaba y su posterior ánimo de compartirla con sus compañeros, que terminaban descreyendo de sus palabras y agrediéndolo muy violentamente.
La explicación consistía en tomar el concepto de la liberación y la experiencia como la vía para llegar a la comprensión del mundo de las ideas, a un plano de conocimiento superior donde, habiendo superado el mundo sensible de los sentidos gracias a la filosofía, estuviéramos en condiciones de entender realmente las cosas, de ver las figuras reales con sus respectivos objetos y no las sombras que éstas proyectaban (que era lo que, en realidad, los prisioneros alcanzaban a observar). Así también, aquella fogata que alumbraba a los cautivos no era más que una paupérrima y artificial muestra de la luz que irradiaba la verdadera fuente cegadora del mayor bien, representado en la figura retórica del Sol, que tenía ese poder transformador que había vivido el liberado y que presentaba una situación tan difícil de concebir que lograba ser blanco de incredulidades de aquellos que no soportaban ser concientes de lo limitados que habían vivido al no haberlo experimentado.
Quedé anonadada con ese primer acercamiento a tan extraordinaria teoría. En esa edad en que los adolescentes se rebelan contra lo que creían conocer y buscan descubrir el saber por sus propios medios, yo no era la excepción. Se me abría un mundo de planteos que jamás me había hecho. La sola idea de pensar en tamaña fuente de infinito saber me hacía sentir ignorante y diminuta. Ya no estaba en discusión si Platón era realista, utópico o si estaba loco, mi ambición de adquirir esa independencia de las limitaciones sensoriales y mi sed de saber era un motor lo suficientemente potente como para encontrarle sentido a una entera vida de estudios, a una búsqueda de sabiduría y, por supuesto, resultaba también un fuerte incentivo para volver al aula cuando sonaba el timbre que anunciaba el fin del recreo.
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