domingo, 8 de junio de 2008

Exposiciones fotográficas: dos por una

“Apurate Ani, no quiero volver muy tarde porque tengo mucho que corregir”, mi mamá, docente, intentaba sin éxito agilizar mi proceso de alistamiento previo a salir. Digo sin éxito porque si hay algo que rescato de las frases que mi abuela solía decirme es que, al final, siempre son el mejor consejo. En este caso, yo citaba a Napoleón una y otra vez en mi mente: “vísteme despacio, que estoy apurado”. Siempre me dio resultado, sobre todo porque mi torpeza es un rasgo característico que aumenta proporcionalmente a mi intencionalidad de evitarla. Terminé de atarme los cordones de las Converse, agarré la campera y salí a la vereda, donde ella me esperaba con las llaves en la mano y con cara de resignación.
-“¿Qué es lo que vamos a ver?”, me preguntó mientras nos acomodábamos en los últimos asientos del colectivo.
-“Fotos”. Le expliqué brevemente la temática de la muestra “Los chatarreros”, que Martín Santander plasmaba en imágenes. Que él era argentino pero vivía en Bélgica y que se había inspirado en hechos de la vida cotidiana, partiendo de una postura de inserción en la realidad que buscaba mostrar. A decir verdad, yo tampoco tenía muchos datos, apenas algunas líneas aportadas por una reseña. Había entrado a Internet y buscado exposiciones en distintos lugares que pudieran resultarme atractivas. Me quedé con la propuesta del Teatro San Martín y hacia allí nos encaminábamos. Mi mamá había aceptado acompañarme para que yo no tuviera que ir sola básicamente, aunque también influía el hecho de que disfrutaba pasear un domingo a la tarde, sobre todo cuando en mi casa se respiraría fútbol durante horas. Después de terminar el trayecto en subte, nos encontramos a metros de nuestro lugar de destino. Entramos. Yo estaba desconcertada, jamás había estado ahí y no sabía por dónde empezar. Miré a mi alrededor y alcancé a ver unos cuadros en el primer piso. “Debe ser eso”, ella señalaba unas obras enmarcadas que aguardaban al otro lado de la escalera. Asentí. Subimos y empezamos a examinar las fotografías. Mostraban a algunos integrantes de una comunidad establecida en Valonia (Bélgica) que vivían de desarmar los elementos que habían caído en desuso, amparados por una casa rodante precaria que conformaba su hogar, con ventanas que tenían una privilegiada vista a las chapas, los neumáticos y los restos de autos y electrodomésticos apilados. Recorrimos un pasillo y luego el otro, que aportaba más fotos parecidas, aunque en éstas se distinguía al fotógrafo del otro lado de la cámara, trabajando con aquellos pobladores. A eso se referiría con introducirse en su realidad, interiorizarse para no personificar el ojo extraño, ajeno. Habían chicos, grandes, ancianos. Imágenes más crudas fieles a su estilo de posguerra y otras que me resultaban cálidas y humanas en medio de un paisaje tan desolador. Se veía a las personas sonreír, tomar café, jugar con los perros a pesar de que lo menos depresivo de su hábitat era un árbol sin hojas. Recordé las conclusiones que había rescatado del territorio de guerra del Taller y lo apliqué a lo que estaba observando: en medio de lo que es más notorio y resulta desalentador (una guerra, un terreno lleno de chatarra) siempre subsiste la vida cotidiana, que emerge a la superficie cuando uno se aparta de lo superficial, de lo más manifiesto y evidente. Y eso era lo que había logrado Martín, eso era lo que yo estaba percibiendo y era lo mejor que podía rescatar hasta ese momento. Obviamente el hecho de que mi mamá no estuviera en mi cabeza para llegar a la misma conclusión que yo, se le notaba en la expresión de la cara, hasta ese momento nada le gustaba. “No se que hace la gente mirando esto” la escuché decir en un momento del trayecto.
Ya al final, me entretuve leyendo una explicación introductoria que me hizo comprender que había empezado mi recorrido por el pasillo equivocado. Unas mujeres, parte de esa “gente” a la que había aludido mi mamá, manipulaban un folleto de la muestra. Me apresuré a preguntar por el lugar donde podría conseguirlo y me guiaron hacia la “foto galería” de la planta baja. Por supuesto que hubiera jurado que acababa de aparecer, antes no la había visto siquiera, aunque ostentaba un enorme cartel que indicaba la entrada por una puerta vaivén difícil de ignorar. Resuelta a buscar lo que quería e irme, traspasé la abertura. Mi mamá me seguía, supongo que creyendo que yo sabía lo que hacía. Me sentía una guía de turismo a la que le habían dicho que iría a Jujuy para luego enviarla a Bariloche totalmente desinformada. Para nuestra sorpresa, el salón estaba plagado de fotos, era otra muestra. Tomé un folleto de ésta también para instruirme. Se trataba de “Índice negro”, una creación de Bruno Dubner, también argentino, que en sus fotos había manejado con envidiable creatividad la luz y la oscuridad. Mucho más enigmático que el anterior, su trabajo conseguía hacer volar la imaginación. Uno no sabía bien qué era lo que estaba viendo, pero eso no era necesario, lo que se destacaba era el efecto producido y no su comprensión. Yo hubiese definido como más antropológica la primer exposición y como misteriosa la segunda, mi mamá, menos familiarizada con los conceptos universitarios de los que yo me podía valer, lo resumió en pocas palabras: “la anterior era costumbrista, ésta es más libre”. Sí, esa era la palabra, libre. Así se sentía, sin tener que pensar en una realidad social determinada, sin apelar a la conciencia, sin rozar con la moral que proponía la muestra de Santander, ésta se trataba simplemente de ver lo que uno quería, no lo que era. Una combinación de colores, de brillo y opacidad lograba efectos sorprendentes y totalmente subjetivos. Tanta complejidad como es la de introducirse en la imaginación, en el inconciente, en la fantasía estaba plasmada en algo tan simple como podía ser un foco difuso de luz. Y mi mamá, una vez más, logró captar la idea a la perfección y expresarla claramente: “fijate cómo se pueden producir tantas sensaciones mostrando tan poco”. Asentí. Evidentemente, a juzgar por su satisfacción al dejar la sala, había disfrutado mucho más estas imágenes. Y siendo otra excepción en el día a nuestra usual y conflictiva relación, basada en una simple regla generacional, una vez más, coincidía absolutamente con ella. Sin duda, la vida está en los detalles.

1 comentario:

Laura dijo...

Muy buena la crónica. Lo de Napoleón me hizo acordar a mi viejo, jajaja siempre dice lo mismo.

Prometo, cuando tenga tiempo, seguirte en el blog. Y como te dije el otro día, primero escribí vos, no te limités a otras cosas. Después chusmeas jaja.

Saludos,

laly.-