jueves, 14 de agosto de 2008

TRABAJO FINAL 1º CUATRIMESTRE

Acá va el trabajo terminado (justificado y todo Emi).
Espero que les guste!


Proceso de escritura

La consigna era clara: elegir un territorio para inspirarnos y pensar qué escribir para el trabajo de final de cuatrimestre. Sin embargo, en mi cabeza lo único claro era que tenía un problema. No tenía idea de lo que iba a escribir, de qué módulo iba a elegir, de cómo tenía que hacerlo. De repente miraba a mi alrededor y todos mis compañeros ostentaban una envidiable cara de paz, probablemente no por su seguridad sino porque sabían disimular mejor que yo el pavor. La profesora hablaba, las palabras golpeaban en mis oídos. En ese momento, hubiera jurado que ni siquiera sabía lo que era un género discursivo, a pesar de que había escuchado esa frase incontables veces. Mientras Claudia (la docente) hacía un pasaje por los puntos más importantes de cada temática, a mí se me arremolinaban emociones y pensamientos (si es que ese matete homogéneo y amorfo que se paseaba entre mis neuronas puede traducirse así). Siempre me gustó la mitología, pero siento tanta admiración y respeto por aquellos filósofos que me siento cerca de indigna de pretender inmiscuirme en su área de acción. Podía imaginarme a Platón agarrándose el cabeza, frustrado porque la reputación del género quedaría por el piso después de mi intervención. Me resultó muy atrapante el de guerra, sobre todo la línea de Sontag. Me atrajo ese contraste entre una situación bélica como marco de una forma de expresión tan plena, libre, alegre como es la obra de teatro. Además coincidió con que hacía poco había presenciado una charla de comunicación comunitaria (mi especialización predilecta) en la que habían mostrado la puesta en escena como una de las formas de llegar a los sectores sociales más excluidos. Yo estaría feliz de formar parte de un proyecto similar, en cualquier rol que me necesitaran, aunque por el bien de los demás y de la calidad de la representación, no me elegiría para cubrir el rol de actriz. El del Delta no me llamó mucho la atención y Misiones incluía leer a Caparrós, autor que no goza de mi simpatía. A decir verdad no se porqué. Mis prejuicios se basaban en el poco interés que me había despertado leer sus textos en la “Viva” los domingos; prefería ir directo a “la Plaza de Papel” (lo que indica mi grado de evasión a los aportes de Martín y mi infancia no superada).
De nuevo, al final de la clase, una consigna clara: pensar el tema. Y aunque pensé que era imposible, mi cerebro estaba más caótico que dos horas antes. Qué cosa sorprendente el cuerpo humano, sorprendente pero, en ese momento para mí, desventajoso (hubiera dado lo que sea por evitarme el proceso de reflexión y que el chip se insertara con toda la información necesaria y la decisión ya tomada). Y para colmo, trabajo para el receso invernal (frase con olor a formalismo pero adecuada, ya que sería injusto para con el prestigio que tiene el término llamarlo vacaciones).
“Es lo enriquecedor de la materia, que encuentres lo que te interesa y lo desarrolles”, mi mamá intentaba darme ánimo al verme desplomada en el sillón del living con cara de “no se quién me mandó a meterme en esta carrera”. Llegué a musitar algo parecido a: “pero no se me ocurre nada”. “Bueno, tenés tiempo para pensar”, me dijo. Rezongué. Cómo se nota que vos no tenés parciales que rendir, pensé, pero no abrí la boca, si el tono de mi voz se escuchaba la mitad de lo agresivo que sonó en mi cabeza, esa charla no iba a terminar bien. Respiré hondo y con un vago intento de aportar humor dije: “quizás para cuando termine el cuatrimestre ya esté atrofiada, mi cabeza explote y no pueda pensar nunca más”. Ella se rió con ganas, me miró con esa mirada que lo arregla todo y me respondió: “bueno, si es así, no vas a tener que preocuparte de hacer el trabajo, mientras no explotes acá y me ensucies la alfombra….”. Yo también me reí. Ya me sentía mejor.
A partir de ahí, el tiempo físico no me alcanzaba para otra cosa que comer y dormir (o intentarlo), pero al menos, en esos efímeros momentos, disponía de mi mente para lucubrar qué haría, cómo escribiría, qué necesitaría para inspirarme. Hubo una charla muy productiva en el Taller. Todos hablamos sobre nuestros proyectos y Claudia hacía devoluciones y sugerencias. En ese momento yo confirmaba que lo único que tenía claro era que escribiría ficción, me hace sentir más cómoda, y me evita tener que ser precisa con datos históricos, ya que no me perdonaría cometer algún error que pudiera dañar la memoria de algún personaje pasado o el honor de alguna cultura presente. Cuando llegó mi turno, expresé mi confuso estado, para lo que ella me respondió que me había imaginado haciendo el territorio de guerra. Yo me escuchaba defendiendo una idea, construyéndola, proyectándola sin siquiera haberlo decidido. Luego de una conversación acerca de las posibilidades que me presentaba el mito y las que me permitía el tema bélico, la ronda continuó. Una de las mejores cosas que rescaté fue el hecho de poder combinar temáticas de distintos módulos, ideal para mi indecisión. Podría darme el gusto de sentir que, si lo necesitaba, contaba con diversas fuentes para enriquecer mi trabajo. Las cosas empezaban a acomodarse. Salí del aula y suspiré, ya había elegido mi territorio.
Fui a la fotocopiadora para obtener los territorios de mito y guerra (ya que no había más copias del compilado de todos los territorios juntos, que había sido una opción tiempo atrás).
A medida que pasaban los días, las ideas se aglutinaban en mi cabeza. Creaba, descartaba, volvía a crear. Lo conversaba con uno, con otro. Escuchaba sugerencias o las leía (el blog me dió esa posibilidad). Organizaba el reparto de material de lectura con una compañera que había elegido “guerra” también. Al próximo martes, ya me había convencido de que también iba a necesitar adquirir el territorio de “misiones”. Además, ya había escuchado tan buenas críticas de Caparrós que empezaba a caerme bien. Y al fin y al cabo, podía llegar a darme algunas pistas. Eso hice. Ahora tenía tres territorios y muchas potenciales ideas. La profesora cumplió su promesa al recomendarme que intentara encontrar “El sitio de los sitios”, de Saramago, para servirme de inspiración. Mi compañera ya había intentado conseguirlo sin éxito, pero siempre hay algún lugar más para buscar.
Los parciales habían terminado, aunque no así la lectura, que cual Sol, está presente siempre. Sin embargo, ahora tenía más tiempo para hojear mis pequeños módulos. Empecé por el predilecto. Se convirtió en pasajero permanente de mi mochila y en material para paliar varios de mis “tiempos muertos”. Transcurrían los días intercalándolo con muchas de mis actividades cotidianas. Colectivo, “guerra”, baño de espuma, “guerra”, almuerzo, “guerra”, intento conciliar el sueño, “guerra”.
Después de haber pasado por algunos textos del recién mencionado módulo, me decidí a hacerle un lugar a “misiones”. Todos se merecen una segunda oportunidad, Caparrós no es la excepción. Arranqué con él.
Sinceramente, me sorprendí de lo atrapante que fue leerlo. No sólo los lugares que mencionaba eran interesantes, sino la forma de implicarse en su trabajo y la manera de relatarlo. Noté que su redacción era desestructurada, como relajada. Se permitía usar modismos y hasta algún que otro insulto. Ese fue el primer punto de lo que iba a transformarse en una línea en otra dirección para mi trabajo. Siempre me había imaginado la crónica como un género serio, más cercano a un documental, pero sin embargo, ahí estaba este autor, expresando sus sentimientos, poniendo en papel su visión subjetiva de las cosas. Era subjetivo. Nunca me hubiera imaginado que eso estaba permitido en este tipo de narraciones. Para mí ser objetiva es increíblemente difícil, pero, ahora, la razón más fuerte que había hecho que yo descartara ese tipo de trabajo literario, se estaba desvaneciendo. Prácticamente devoré todo lo que encontré de Caparrós en mis cuadernillos de Taller. Pero como no quise limitarme sólo a él (seguramente era una buena idea darle una chance también a que otro también me sorprendiera), recorrí otros autores. El territorio de “guerra” ya no era el más necesario pero, sin embargo, no lo descarté por completo. El de mito no tuvo mucho protagonismo por sí mismo, pero me guió a leer varios cantos de “La Odisea”.
Mientras conversaba una tarde con unas amigas y les hablaba del viaje que iba a hacer, la idea surgió inesperada. Una de ellas me dijo: -“¿Por qué no escribís una crónica de tu viaje?”. Ahora todo lo que me había tomado tiempo decidir, se derrumbaba. Escuchaba la palabra como con eco en mi cabeza: crónica. ¿Por qué no?, pensé. En definitiva, un viaje a Europa como el que iba a hacer no es algo de todos los días y no usarlo teniendo la posibilidad casi se sentía a desperdicio. “Sí, voy a hacer una crónica”, ya había cambiado de idea. Al final, la vida siempre te puede sorprender.
Los textos que utilicé como apoyo para mi trabajo fueron cinco. De alguna manera, todos se relacionaron con mi proyecto, aunque quizás no todos de una manera tan obvia para el lector. El primero que destaco es, por supuesto, uno de los de Martín Caparrós: “Fragmentos sobre el viaje en Larga distancia”. Éste fue el texto que más me sirvió para mi redacción. Si bien no superé su forma tan casual de relatar los hechos, lo tomé para sentir que si usaba un vocabulario más informal o, hasta ciertos dialectos. También adopté esa estructura de pequeños párrafos separados para intercalar en mi trabajo. Creo que le aporta un detalle más “fresco” y sirve como un pequeño respiro entre tantas palabras para quien lo lee.
El segundo es “Misiones”. Necesitaba posicionarme en la postura de alguien extranjero, ajeno que va a un viaje con la idea, además de disfrutarlo, de escribir sobre éste, y dicho texto me ayudó con esa parte. El espíritu para ir más allá de lo visible, para relatar hechos que quizás cualquier turista desprevenido no hubiese notado siquiera, fue lo que más quise adoptar. Para poder contar, no sólo lo que se puede leer en los libros o en Internet al buscar cualquiera de los lugares en los que estuve, sino también la sensación que ese lugar produce, o, al menos, la que me produjo a mí.
El tercero fue, también, una sugerencia de mi profesora, aunque no a mí explícitamente. Ya que había creído lógico desistir en mi búsqueda de “El sitio de los sitios” debido a mi abrupto cambio de temática, sentía que, al menos esta vez, tenía que cumplir con su recomendación. No me equivoqué en elegirlo. “Contra el turismo” de Diego Tatián es algo totalmente diferente a lo que tenía en mi cabeza. Me sentí totalmente identificada en varias de sus ideas, ya sea por estar de acuerdo o por notar que había caído, muchas veces, en el lugar común del turista. Fue el texto que se me vino a la mente cuando, en Italia, padecí la desilusión de caer en la cuenta que casi todo, incluso las Iglesias, son un negocio, de todo buscan sacar un rédito económico. Y quizás no esté mal, es una fuente muy respetable de ingreso y un buen uso de la historicidad de las ciudades, pero cuando se repite una y otra vez al lugar que sea que vaya, se vuelve demasiado conciente y uno termina por rechazar algo que seguramente en otra ocasión hubiese estado gustoso de comprar por ser demasiado caro (“nos ven la cara”, fue la expresión acuñada por mi mamá para uno de esos momentos) o por ser parecido al del puesto anterior, y al del otro, y al del otro. Uno termina indignado cuando nota que intentan venderle algo el triple de lo que pagó el anterior, siendo que era el mismo “algo”. En su defecto, uno se acostumbra a que las cosas son así y que lo vale, paga la entrada a la Iglesia y se resigna.
Del territorio de “guerra” tomé mis últimas dos fuentes.
Una (la cuarta en total) fue “Memoricidio”, de Juan Goytisolo. Quizás no sea fácil de ver la relación, pero yo me quedé con esa sensación de encontrar lo que uno no espera, de sorprenderse. El encanto de recorrer un lugar a pie, de estar en sitios donde está todo junto, en un radio de no más de 10 cuadras a la redonda. De alguna manera también tuvo que ver con mi sensación en Londres. Las patrullas de policía llendo y viniendo constantemente por permanentes alarmas de ataques, bombas o no se lo que fuera. Ese estado de alerta permanente, de vilo que, salvando las enormes diferencias, uno puede imaginar en una situación de guerra como la que le tocó pasar a Sarajevo. También muy vinculado a las comunidades religiosas que se mencionan, ya que cada tres londinenses había una mujer tapada hasta los pies, cubierta con túnica y asomando no más que sus ojos.Lo último me lleva, casi indefectiblemente, a mencionar mi quinta lectura: “Esperando a Godoy en Sarajevo”, de Susan Sontag. Aunque ya tenía en mi haber el fragmento antes mencionado, éste me impactó más. Quizás porque fue el que primero me había llamado la atención cuando empezaba a definir, aquella primera vez, mi territorio de cabecera, pero la cuestión es que pude hacerme una idea bastante acabada de lo que era convivir con semejante realidad. Lo sentí mucho cuando visité “El museo de los inválidos”, en el que se exponían todo tipo de materiales utilizados durante las guerras mundiales. Armas, uniformes, banderas, medallas, todo se agrupaba para dar cuenta de lo que vivió la humanidad durante esos años. Lo que atrapó mi atención inmediatamente fue un cartel donde se mencionaba el sitio de Sarajevo. Por supuesto que no pude leerlo, porque, por estar en francés, no entendía ni una palabra, pero quizás, a veces, no haga falta hablar el mismo idioma para sentirse cerca.


Respirando Europa

Faltaba media hora para que el remis nos pasara a buscar para llevarnos al aeropuerto y yo todavía no había terminado de armar la valija. Para variar, me acordaba a último momento de cosas importantes que no había puesto, ya sea el cepillo de dientes, el celular (que en realidad tenía la única finalidad de servir como alarma ya que no iba a tener señal) o el pasaporte (cuando digo importantes, hablo literalmente).
Sonó el timbre y yo intentaba lograr que todo entrara y que el cierre corriera, tarea difícil si las hay. En el apuro y con todo el resto de la familia esperando a “la niña” a que se dignara a salir, terminé poniendo el candado en cualquier lado, por lo que terminó resultando inútil totalmente. Eso contando que tuve que cambiarlo improvisadamente porque el original estaba en algún lado pero no me acordaba dónde (hubiera jurado que en mi pieza, pero después de revolver cajones, cajoncitos y cajitas, decidí que tenía suficientes pruebas como para evitar jurar en vano).
Cuatro personas, cuatro valijas, muchos bolsitos, un destino: Ezeiza.
Como veces anteriores, llegamos con más de tres horas de anticipación. Mi papá insiste con que es mejor que el tiempo sobre a que falte y después de que el año pasado hayamos tenido que sufrir porque nos habíamos olvidado mi partida de nacimiento y (si no era por un amigo y una hora extra con la que contábamos) casi no viajamos, ya no me animo a discutírselo. Así que ahí estábamos, haciendo todo el papelerío (excepto por las tarjetas de migración que por primera vez habíamos impreso por Internet) para terminar con más de dos horas libres.
Ahí estábamos, haciendo esas cosas que uno hace cuando no tiene mucho para hacer: mirando negocios que ofrecen cosas que no vamos a comprar. Muñequitos de yeso bailando tango a precios que son poco menos que prohibitivos, chocolates que prometen rellenos exóticos y que, al final, tienen casi el mismo gusto que los que compro en el kiosco de la vuelta de mi casa, artesanías “únicas” o “hechas a mano” con una terminación sospechosamente similar a la de una máquina de producción en serie, marcas que en cualquier otro contexto uno ni siquiera se acercaría a mirar…en fin, esas cosas que tienen los aeropuertos.
Entre la mezcla de idiomas, la señora que quiso colarse en la fila y la gente que iba y venía aparentando que no era mi pie el que pisaba, se hizo la hora de abordar. Subimos al avión, nos acomodamos y esperamos el despegue. Esa es una de las partes que más me gusta de viajar en avión, el despegue. La velocidad mientras recorre la pista, el ruido de las turbinas, el momento en que uno deja de ver cemento y empieza a ver nubecitas, todo eso. Los viajes largos en avión tiene eso de no tener horario. Es como que uno está en alguna dimensión paralela donde puede estar cenando a las siete de la tarde, durmiendo cuando deciden apagar las luces y cerrar las ventanas, despertándose cuando el carrito se acerca para servir el desayuno, que pareciera no tener lugar en el estómago hasta que uno se decide a darle el primer mordisco a la medialuna. Es bastante desorientador eso de salir a una hora y darse cuenta que en el medio del viaje se agregaron cuatro horas más, así, sin anestesia. Bueno, éste fue uno de esos viajes. Cerca de doce horas hasta el aeropuerto de París donde hacíamos escala.
Unas horas mas tarde, después de aprovechar ese tiempo para la comida que fuese que tocaba en ese momento, estábamos tomando el otro avión rumbo a Inglaterra (Londres para ser más precisa). En los aviones siempre tomo jugo de manzana, el agua es aburrida, la gaseosa ya me cansó; además, se escucha lindo…”apel shus” (apple juice). El chico que viajaba al lado mío no sabía que la azafata no hablaba español como él, así que después de contener la risa unas dos o tres veces por la cara de ambos de “no se de lo que me estas hablando”, me pareció buena idea colaborar con mi precario pero suficiente inglés. En realidad, no se si lo hice por solidaridad o por miedo a que algo del carrito, que estaba al costado de mi asiento, saltara sobre mí en alguna de las turbulencias.

Entre chicos semi scouts franceses que empezaban a volverse insoportables con sus cantitos identificatorios, bebés que se turnaban para llorar y una sinfonía de toses y estornudos internacionales, el vuelo se iba terminando.

Llegamos a la ciudad londinense. Después de superar la fase de migraciones, muy a pesar del inglés que nos preguntaba infinidad de cosas con cara de desconfianza, nos encontramos con nuestras valijas y con el español de la agencia que nos llevaría al hotel. Fue en ese momento cuando empecé a darme cuenta de que había cambiado de continente, de que había cruzado Océanos, África y atravesado varios husos horarios. Las construcciones, las calles, los autos…definitivamente estaba en Europa.
La chica de la recepción del hotel era española, una buena noticia. Pero después, para equilibrar la de cal y la de arena, nos enteramos que sólo iba a estar ese día. Ése fue el pie para acribillarla a preguntas. Que dónde podíamos comer por ahí, que si había wi-fi, que cómo nos convenía manejarnos en la ciudad, que dónde podíamos conseguir una tarjeta de teléfono para llamar a Argentina. Después de obtener unas satisfactorias respuestas, nos dirigimos a desempacar. Mi hermano y yo compartiendo una habitación, mis padres otra.
El plan originalmente era dar un paseo por el centro pero, aunque nuestra mente decía “sí”, nuestros párpados se oponían rotundamente. No habíamos dormido más de dos horas desde que habíamos salido de Buenos Aires y el ganador de la batalla estaba volviéndose más evidente a cada minuto. Cambio de idea, íbamos a dormir, al otro día saldríamos a recorrer. Londres nos podría esperar una noche.
Después de haber corroborado los ansiados servicios elementales del lugar (agua fría y caliente, jabón y colchón que sirviera de mediador entre las maderas horizontales de la cama y nuestros agotados cuerpos, básicamente) fuimos a desayunar y a cumplir con nuestro itinerario. Anduvimos por una de las calles principales, mapa en mano y paciencia encima. Negocios mayoritariamente de ropa. Curiosidades como maniquíes vivas, negocios de venta de elementos para magos, teléfonos con forma de lo que sea, eran algunas de las cosas que llegamos a notar. Las típicas cabinas telefónicas (muy a lo Superman), los taxis negros con vidrio divisor entre el pasajero y el taxista, la mayor cantidad de limusinas que vi en mi vida (como cuatro) eran parte del paisaje urbano. Por supuesto que no es comparable con el centro de la Capital Federal, por decir uno conocido. Hay mucho más verde, los espacios están más abiertos y la gente camina con parsimonia aunque era día de semana laborable. Sin embargo, si me esfuerzo un poco por encontrarlos, hay algunos puntos en común. Se escuchan bocinazos (aunque muchos menos, por supuesto) y existe, aunque en una medida muchísimo menor, un poco de caos en el tránsito –los semáforos cortaban rápido, los bocinazos se escuchaban seguido y los automovilistas no le tenían tanta paciencia a los peatones como yo creía-.
Al principio pensé que iba a terminar con tortícolis por la cantidad de veces que, desesperada, giré el cuello en busca de las personas que identificaba como de habla hispana. Y aunque la mayoría de las veces estaba equivocada, pude identificar a varios españoles, centroamericanos y símiles, que hablaban en un idioma que si bien no terminaba de entender, se acercaba más al mío que al local.
Como fiel muestra de la globalización (culinaria en este caso) había restaurantes de muchísimos países (algunos de los cuales no sabría ubicar en un planisferio) pero como destacados, y con la delantera por lejos, las pizzerías italianas y los Mc Donalds (infaltables) se erigían prácticamente en cada cuadra.
Estar en el exterior tiene ese qué se yo que se te contagia. Esa sensación de que todo es distinto: la misma rutina de lavarse los dientes de años se transforma cuando uno se topa con la situación de tener enfrente el agua fría y caliente en canillas separadas, encontrarse unos centavos en la calle te hacen sentir cuasi millonaria, creer que la vista desde la ventana de la habitación a un galpón abandonado es simpática. Realidades como el hecho de que ver un programa en la tele se vuelva una tarea ardua cuando uno tiene que esforzarse por entender los diálogos en otro lenguaje, o al menos unas palabras para poder adivinar el resto por contexto.

Claro que cuando de veinte palabras sólo se entienden dos, no se puede estar seguro de que el comunicador esté informando sobre un asesino suelto, una receta de tiramisú o un descuento en zapatos con taco.

En nuestro primer paseo por la ciudad, llegamos a los lugares que más cerca teníamos. El Hyde Park (se dice “Jad park”, así, como con una tonada muy inglesa, según escuché pronunciarlo al nativo que nos indicó su ubicación). Había reposeras desperdigadas por varios de los sectores del lugar. Aparentemente, la gente se sentaba gratis pero a nosotros nos hicieron saber que debíamos pagarlas. Coincidió con el momento exactamente posterior a que mi mamá cebara el segundo mate, que nos delataba turistas. No me gusta sacar conclusiones sin pruebas, pero me resultó, al menos, raro.
En fin, después de agotarnos de ver pasto, patos, botecitos, nos encaminamos al Parlamento. Entramos. Una guía para aquellos que hablaban español nos incluyó en su grupo a punto de empezar la visita. Cómo están compuestas las dos cámaras (de los Lores y de los Comunes), las normas que rigen, el proceso de crear una ley, los requisitos para formar parte, el protocolo que se sigue en las reuniones, fueron sólo algunas de las cosas que nos contó. Quien alguna vez cursó Historia tenía que reconocer al menos algunos nombres que sonaron en la explicación. Por mi parte, seguramente, reconocí muchos menos de los que debería por mi formación académica, pero, por suerte, nadie iba a tomarme examen, así que me predispuse, como todos allí, a retener información e intentar entender el sistema.
A la salida pasamos por el Big Ben (imposible no verlo estando tan cerca) para sacar millones de fotos desde distintos ángulos, con flash, sin flash, desde abajo, en puntas de pie, en horizontal, vertical. Muchísimas veces ajusté el zoom en dirección a las agujas y sin embargo no recordaba su posición en ninguna de las tomas; otra de las cosas curiosas de estar en el extranjero, lo obvio ya no lo es tanto. Y así pasan cosas como ver un reloj sin mirar la hora, pero ojo, qué reloj.
Ahí, una cosa lleva a la otra. Estás mirando un edificio histórico, te das vuelta y hay otro aún más imponente. Miras a tu alrededor después de la foto al gran reloj y el Támesis se convierte en evidente destacado. Vas a una calle en busca de no se qué y terminas pasando demasiado tiempo con todo lo que encontras en el camino para terminar haciendo lo que originalmente querías en la cuarta parte del tiempo planeado, o no haciéndolo.
En los días siguientes nos aseguramos de visitar casi todos los lugares turísticos que no podían quedarnos sin conocer. La imponente Abadía de Westminster fue uno de ellos, dueña de una impresionante acústica y de una ostentosa arquitectura con materiales como mármol traído de algún país lejano, oro, madera. Sin escatimar en gastos, por supuesto. Otro fue el London Eye, una especie de vuelta al mundo enorme con cápsulas que podían contener hasta a 25 personas. La idea era tener una vista panorámica de la ciudad, por lo tanto el recorrido era largo y lento, pero no por eso denso o poco interesante. Y en realidad, era una de las pocas atracciones que estaba disponible para hacer el fin de semana.
También estuvimos en el Museo de Cera “Madam Thusseau” (la capital del cholulaje) donde uno podía sacarse fotos con muchísimas de las estrellas de Holliwood, los políticos más importantes, los deportistas y cantantes mas destacados, entre otros. A cada sector le correspondía su escenografía y su tumulto de gente que se agazapaba sobre las figuras de Brad Pitt, Bush, la actual reina Isabel o Tiger Woods.

Yo aproveché para retratarme con todos aquellos que alguna vez hubiese querido conocer;
Einstein como predilecto, pasando por el Papa Juan Pablo II, Freddy Mercury y, porqué no, Marilyn Monroe.


La infaltable fue la Iglesia de Saint Paul, famosa por ser el lugar donde se casaron Carlos y Ladi Di y por albergar las tumbas de reconocidos personajes como Newton y Darwin.
Los últimos días en Inglaterra decidimos pasarlos fuera de Londres. Después de una hora (no exagero) de debatir entre nosotros y con el chico de la recepción del hotel acerca de si nos convenía contratar un tour o hacerlo por nuestra cuenta, decidimos tomar dos excursiones.
La primera fue a Liverpool, básicamente por el fanatismo de mi hermano por los Beatles. Después de conocer sus lugares de nacimiento visitamos el lugar donde tocaron muchisimas veces (“The Cavern”) y el museo, donde nos relataban la formación, la carrera y la ruptura de la banda. Pasamos por lugares claves como el “Strawberry field” (sí, es un campo de frutillas, sólo que no era temporada de frutillas, así que se veían hojas verdes y más hojas verdes) y la calle “Penny Lane”.
La otra fue a Stratford upon Avon (Stratford a secas, para los amigos) - en este caso el principal impulso fue conocer la ciudad donde había nacido William Shakespeare- y Oxford –por ser Oxford-. Por supuesto, como la mayoría de las veces nos pasó, llegar allí pensando que lo único que ofrece el lugar es lo que uno piensa ver, es un error. Oxford no solo es una universidad, sino también un lugar que sirvió de inspiración a cuentos y películas tales como “Alicia en el país de las maravillas” o “Harry Potter”.
Al volver a Londres después de un agotador día y un confortable viaje en tren (olvídense de la imagen argentina que se les viene a la cabeza con la palabra “tren”), el sueño pisaba cada vez más fuerte haciéndose respetar.
Al otro día nos esperaba otro país en un huso horario distinto.

Goodbye England, buongiorno Italia.

Nuestro primer destino fue Roma, capital y ciudad intensa si las hay. A donde fueses podían pasarte dos cosas seguro: encontrar algún monumento histórico o correr peligro de vida por aplastamiento de auto, colectivo o lo que sea que tuviera cuatro ruedas. El calor era insoportable y fue el momento en que fuimos concientes de que en el viejo continente es verano. Al resto de las personas parecía no molestarles, quizás porque tenían un pantalón tres veces más corto que los que teníamos puestos nosotros, o porque no estaban sepultados en camperas muy a lo: “acabo de llegar, ¿se nota?”.
Después de recolectar cerca de una docena de indicaciones para llegar al hotel, lo conseguimos. Ahí es muy fácil perderse por la manera en que están las calles y la cantidad de veces que cambian de nombre al cruzar una plaza, pero, sobre todo, cuando el GPS del auto habla con palabras que uno no escuchó jamás en su vida como “glorieta”(“rotonda” vendría a ser, siempre se aprende algo nuevo).
Como no podía ser de otra manera, nos avalanzamos sobre el “bus” que nos ofrecía el city tour para tener una idea de qué puntos eran los más destacados.
Una de las cosas que noté es que los edificios históricos estaban menos cuidados de lo que quizás deberían estar. Es como si a más descascarado y avejentado, más pintoresco fuese, como si la idea de “histórico” implicara no mejorarlo durante siglos para observar las grietas, telarañas y agujeros de años de descuido que funcionan como aditivos al estilo. Quizás fuera el resabio que me dejó el haberme acostumbrado a tanta prolijidad inglesa. Pero, incluso a pesar de ello, valió la pena mantener los ojos abiertos en todo momento, cual búho, para no perderse ni uno. La Fontana di Trevi, el Panteón, Piazza Spagna son solo algunos. De hecho, necesitamos repetir el paseo (el ticket incluye viajes ilimitados durante un tiempo determinado, en nuestro caso, 24 horas) para poder bajar en algunos de los lugares que más nos gustaron a sacarnos fotos y mirarlos de cerca.

Mis padres quisieron disfrutarlos tanto que se extendieron en el tiempo que que se nos establecía; el micro arrancó y ellos no habían subido;
tuvimos que pedirle al chofer que los esperara;
ellos llegaron corriendo, cámara de fotos en mano y la lengua afuera;
turistas tenían que ser.


Roma tiene mucha vida nocturna. La gente pasea hasta tarde por la calle y cada tres pasos se escucha algún español u oriental, ambos grupos abundan. Pero no solo ellos están por montón, le siguen de cerca las estatuas vivientes y las colillas de cigarrillos.
El estilo de la mayoría de los monumentos es con columnas talladas o con figuras de ángeles y flores, muy adornado. Tanto que cuando busqué la ayuda de mi familia para recordar el nombre de “ese monumento de piedra con columnas” recibí un insatisfactorio “qué se yo, acá son todos así, Aniela”. No creo que todos, pero sin dudas la mayoría respetan ese estilo arquitectónico. La cuestión es que me quedé sin saber cómo se llamaba aquella construcción; sin embargo, no era la primera vez que me pasaba. El hecho de visitar tantos lugares hace que, al final del día, ni siquiera esté segura de en qué ciudad estuve. Es increíble lo rápido que la información se fuga de mi cerebro.
El idioma no era tan parecido al nuestro como yo creía, pero, sin embargo, la mayoría hablaba un español rústico y se esforzaba por entenderte y hacerse entender. Así, en un italiano españolizado, o viceversa, pudimos averiguar los horarios para la visita al Coliseo. Lo que no nos habían dicho era que tendríamos que hacer una fila de 2 horas para enterarnos al final de que los que iban con guía (entre ellos, nosotros), entraban directamente. De todas formas, valió la pena, la hubiera valido aunque hubiésemos tenido que esperar un día entero. Es todo lo que uno se imagina cuando ve “El gladiador”. La arena, las gradas, las escaleras, los pasillos, el piso. Absolutamente maravilloso, sobre todo para mí, ya que la historia antigua romana es una de mis preferidas.
A la hora que salimos, el Sol rajaba la tierra. Tuve que comprarme un gorro que de 15 euros terminé pagándolo 5. Jamás me imaginé regateando, pero mi mamá había comprado el mismo por 5, diez minutos antes, en un puesto justo al lado de donde staba yo. No me gusta pelear precios, pero menos aún pagar de más. Con gorro y las mismas zapatillas que me acompañaban desde hacía días (para las caminatas siguen pareciéndome lo mejor) llegué al Museo del Vaticano. Adornado con frescos en paredes y techos deslumbraba cada galería más que la anterior. Sin dudas la de más renombre es la Capilla Sextina, pero, y sinceramente no hubiese creído que lo llegara a pensar, no por mucho la más impactante. No me acuerdo cuánto tiempo estuve hipnotizada mirando para arriba a “La Creación”, pero seguro que fue bastante porque cuando volví a mirar a mi alrededor, mi familia me esperaba en la puerta con cara de “me aburro” y el comentario de mi hermano fue la confirmación: “prestame una foto de la pintura y te la tatúo en la retina, ¿querés?”. Ojalá se pudiera, pensé, y sonreí.
Con un almuerzo-merienda improvisado en el medio, terminamos el día con la visita a la Basílica de San Pedro. Por no estar informada tuve que comprar un pañuelo ahí cerca para usarlo sobre los hombros ya que mi musculosa los dejaba al descubierto y eso me impedía entrar. A mi gusto, una costumbre bastante arcaica, pero no estaba en condiciones de cambiar las reglas en ese momento. Más allá del incidente, pagamos la entrada porque ése era uno de esos lugares que uno no puede quedarse sin conocer. El lugar desde donde el Papa da las misas a la multitud tenía todo el encanto de la ostentosa decoración que se estilaba en la época de su construcción. Un lugar así no se conoce todos los días.
Como para no variar terminamos rendidos, pero ya sabíamos de antemano que este viaje no sería para descansar. Así que, con esa mezcla de resignación y voluntad, nos dispusimos a armar la valija que llevaríamos a nuestra estadía en las otras tres ciudades italianas.
Primero fue el turno de Venecia. Si hay que buscarle un sinónimo, la palabra clave es “agua”. Es la ciudad más linda que conocí. A pesar de que el día que llegamos estaba lloviendo, ni siquiera eso podía empañarla. De hecho, hasta la forma de llover era agradable. Dejando gotitas en el vidrio del vaporeto se convertían en pequeños brillitos con cada rayo de Sol que se lograba hacer paso entre los nubarrones. El canal, con un agua mucho más limpia de lo que me imaginé que sería, dejaba transparentar unos centímetros de los cimientos de las casas que daban a la orilla. Amarrados a unos postes, algunas lanchas cumplían el rol de “autos familiares”, otras de taxis.
Las calles angostas que salían a plazas y a veredas atestadas de negocios estaban conectadas muchas veces con puentes, lo que permitía recorrer la ciudad a pie. El más nombrado es el “Puente de los suspiros”, cuya histórica fama tiene más que ver con lo sanguinario que con lo romántico que el nombre puede sugerir (se llamó así por ser el lugar por el cual pasaban los presos antes de ser condenados, viendo por última vez la luz del día, suspirando por la suerte que correrían de ahí en adelante). Sin embargo, uno menos conocido (al menos para mí) y mucho más necesario para la comunicación entre importantes islas (de las muchas decenas de éstas que conforman la ciudad) es el “Puente Rialto”. Cruzamos ambos.

De tanto caminar sin rumbo terminábamos llendo y viniendo una y otra vez por el mismo lugar;
era interesante aventurarse a transitar por calles escondidas que no hubiésemos recorrido jamás de otra manera.
Pidiendo indicaciones nos topamos con dos parejas de argentinos;
estaban tan perdidos como nosotros, pero fue lindo escucharlos, aunque sólo fuese un: “si te digo te miento flaca, no tengo ni idea”.

Sin duda, las “góndolas” (botes alargados construidos a mano –hechos con maderas de seis distintos tipos de árboles- con fines turísticos: la principal fuente de ingreso económico de Venecia) son algo más que característico. No obstante, aunque el paseo no podía faltar, no es lo único que define a la húmeda ciudad. Las máscaras (desde las de Pinocho o Mickey hasta otras sofisticadas con plumas y detalles en oro, en forma de antifaz, con y sin mango, pintadas con brillos o con imágenes de los alrededores) son otra marca registrada, junto con las palomas. Las palomas inundan la mayoría de las plazas, pero principalmente la de San Marcos. Usando los brazos de aquellos turistas (que con tal de obtener una foto original se sitúan entre las aves, en posición de espantapájaros) como si fuesen ramas de algún nogal tembloroso para descansar o, porqué no, para mudarse a las cabezas de aquellas mismas personas que empiezan a gritar desesperadas y a hacer movimientos exagerados con sus manos para intentar espantarlas y evitar que les piquen las orejas.
Por la noche, la iluminación deslumbra, la gente recorre los puestos de joyas y ropa con el mismo entusiasmo con el cual se permiten un paso por alguna heladería. Los hombres que venden carteras Gucci, Louis Vuitton y otras marcas a un precio que no deja lugar a dudas sobre su calidad de imitaciones (aunque para el ojo de alguien inexperta en las originales como yo, bastante buenas), persiguen durante cuadras a toda mujer que pase a menos de 5 metros de ellos, con todo tipo de ofertas.
Así que, después de evitar ser chocada por las palomas, repetidas veces, tuve que huir (de forma mas diplomática que con las aves) de esas ventas, que, por supuesto, eran todas “increíbles oportunidades únicas, especiales para usted, para no desaprovechar”.
Al otro día pudimos apreciar el lugar con un cielo maravillosamente despejado. Al atardecer, subidos al bus turístico, el recorrido obligado no superó la hora y media, para terminar cenando con la inigualable vista al canal, lleno de parejas que despedían la noche en las góndolas. Como si fuera una yapa para aquél desilusionado por el significado que guardaban los suspiros del homónimo puente; una oportunidad de llenarse con una imagen con mucho de romanticismo.
La segunda fue Florencia. Como fanática de la mitología que soy, no iba a perderme de ver algunas de las obras más lindas inspiradas en esta temática que ofrece la “Galería degli Uffizi” (o “Galería de los Oficios”). Una de las pinturas que se hallan ahí es mi predilecta: “El nacimiento de Venus”, sin embargo, no fue la única que acaparó mi atención.
Para justificar las tres horas de cola para entrar que tuvimos que hacer, paseamos por cada una de las salas que conforman la galería de dos pisos, que tiene forma de “U”. Pasando por Da Vinci, Rafael, Miguel Ángel, Lippi, Caravaggio, entre muchos otros, uno se queda con la sensación de que vio demasiado y miró muy poco. Es que el horario y la cantidad de gente funcionan como limitaciones, sumado a las ampollas en los pies que se acentúan a cada paso.

En realidad, aunque bellísimas, la mayoría de las obras repiten los mismos temas, tanto en pintura como en escultura: mitología, Cristianismo, retratos – cabeza, cuello, hombros- o bustos de diversos personajes, desnudos.

Creo haber permanecido cerca de media hora mirando el que es mi preferido entre los trabajos de Sandro Boticelli. Quería captar cada detalle, cada color, imaginar los movimientos de esa muñeca por las formas de las pinceladas. Obviamente, hubiera estado ahí todo el día, pero ya había abusado demasiado de la paciencia de mi familia, que evidentemente no compartía tal obsesión.
Al salir, a minutos de ahí, se encontraba el Ponte Vecchio (atestado de joyerías posicionadas sobre el puente mismo), acompañando un impresionante paisaje de agua azul, césped en las orillas y un contrastante cielo rosa. Atardecía. Símbolo de ir regresando.
Al otro día y como la tercera y última de las ciudades Italianas que atravesamos, nos dirigimos a Pisa. Dicho destino cumplió, básicamente, el rol de satisfacer mis intensas ganas de conocer la famosa torre inclinada. Sacándome, hasta el cansancio (de quien me las sacaba, por supuesto) decenas de fotos, desde la típica en una posición como sosteniendo la Torre, hasta alguna en la que yo me incliné para estar en “composé” con el monumento. Todas mis expectativas fueron ampliamente superadas. Pasando medio día recorriendo y comprando recuerdos, llegó la hora de regresar a Roma, donde nos esperaban las valijas (junto con otras tantas que fuimos sumando a último momento, repletas de regalos) que nos acompañarían a nuestro próximo destino: Francia.
El trayecto al aeropuerto parisino fue una completa odisea. Si tuviera que encontrar alguna relación con la mitología, ese sería el ejemplo perfecto. No termino de entender cómo fue que no perdimos el avión después de haber estado dando vueltas sin sentido más de una hora y llegar dos minutos antes del horario límite del embarque. Pero llegamos. Nuestras valijas no tuvieron la misma suerte: tardarían dos días en aparecer y, una de ellas, rota.
Ya en París, y luego de enterarnos que se había desatado una guerra entre Rusia y Georgia (una sensación horrible esa de darse cuenta que uno estuvo en una burbuja y que no se enteró de algo tan importante), lo primero que hicimos fue salir a recorrer. Ya parecía automático: llegar a una ciudad y hacer el city tour lo más pronto posible.
El día siguiente lo dedicamos casi por completo a la visita al Louvre. La fila nos robó tres horas y recorrer el museo, unas 6 ó 7. Con audio guía en mano, nos dispusimos a seguir uno de los itinerarios que se nos proponían. Había que elegir alguno, recorrerlo entero nos hubiera llevado días y más de un dolor de cabeza.
Pasamos por “la Venus de Milo” (nos enteramos que estaba pensada, probablemente, para posar empotrada a la pared ya que la parte de atrás de la escultura tenía imperfecciones que delataban poca dedicación), “la victoria de Samotracia” y la popular “Mona Lisa” (que tenía vallas para imposibilitar el acercamiento de cualquiera a menos de tres metros, exceptuando el de los guardias que, además, se encargaban de hacer circular rápidamente, por una fila interminable, a la gente que se arrimaba a retratar el cuadro vidriado). Completaban nuestro itinerario obras conocidas y otras no tanto. Nos desviamos para ir a la Sala Roja: “La barca de la medusa”, de Gericault, fue de las pocas que reconocí al instante. Estaba oscureciendo, hora de volver.

El hotel tenía nombre suntuoso: Madeleine Hausmann;
luego descubrí que ésos eran nombres muy comunes en París;
al final, aunque agradable, era bastante modesto.
Supongo que me voy poniendo exquisita con el tiempo.


Al día siguiente, nos esperaba el micro para llevarnos a Versalles. Visitamos los palacios de Luis XIV, Luis XV, Luis XVI y seguramente algún otro Luis con numerito romano. Pasando por el Gran y el Pequeño Trianón, la cabaña de fin de semana de María Antonieta (casada con uno de los Luises) y los enormes jardines que se ocultaban detrás, terminamos con la sensación de que cualquiera de los cuartos sería perfecto para quedarse a vivir. De hecho, pensé en esconderme debajo de alguno de los sillones hasta que pudiera salir y pasear adentro del lugar durante toda la noche, pero había mucha gente alrededor, lo habrían notado, así que no me animé.
No había rincón que no asombrara. El salón de los espejos con sus arañas de cristal se llevó los mejores elogios, pero la mayoría de las salas dejaban boquiabierto a cualquiera. Vimos mesas enormes de madera construídas con un solo tronco, camas imponentes, sillones de tapizados increíbles, jarrones antiquísimos y pinturas, retratos de cada uno de los integrantes de la familia real pero principalmente del rey (según nos contaron, para que todo aquél que habitara la casa, se sintiera observado por él, de forma que éste ejerciera el control, incluso estando ausente). Frescos en el techo de dioses, ángeles, santos. Y por supuesto, no podía faltar el provecho comercial: el salón restringido para ser alquilado únicamente para fiestas y reuniones empresariales y la tienda de recuerdos que ofrecía desde postales hasta imitaciones en miniatura de cada personaje real que había vivido ahí.

Regresando, todos se bajaron del micro y yo me quedé;
estaba dormida, nadie lo notó hasta un cuarto de hora después;
cuando el chofer me despertó para bajar, ya estaba a quince cuadras de donde debía;
entre indicaciones de los locales y mi sorpresivo sentido de la ubicación, me reencontré con mi familia;
no cualquiera puede disfrutar de estar deambulando en soledad en medio de París.


Al otro día nos esperaba Eurodisney. Sin dudas, la mejor forma de satisfacer a mi niñita interior. En realidad, me encontré con un lugar bastante más infantil de lo que esperaba. Alguien nos había recomendado visitar los Studios para poder disfrutar de más juegos “para adultos” y no volvernos locos con tantos personajes y tantos chicos pequeños. Así lo hicimos. De todas formas, la mayoría de éstos juegos eran similares a los del Parque, sólo que en este último su cantidad se triplicaba. Entre alfombras voladoras, Stich en 3D y simuladores de ascensores en caída libre, entre otros, llegamos al más destacado: una montaña rusa de Aerosmith que no duró más de tres minutos, pero que me hizo pensar unas cien veces en que era muy probable que muriera ahí. Después de escuchar cantar por vigésima vez a los adolescentes que, en una caravana, pasaban imitando a los actores de High School Musical, me detuve a observar y a contar cuántas personas llevaban puestas las orejas de Mickey o Minnie Mouse, ya sea en vincha o gorro. Conté 28 personas, en diez minutos. Me preguntaba si alguien volvería a usarlo en su vida, pero seguramente eso no importaba, porque Disney es Disney, y uno se permite ese tipo de cosas. O tantas otras, como comprarse un llavero de 10 euros, una taza de 20 o un buzo de 50. Nosotros no queríamos ser menos y nos jugamos gastando 5 en un balde de pochoclos que tenía la imagen del pato Donald junto a Daisy en la etiqueta adherida al tarrito.
Una noche lluviosa más transcurrió y un cielo limpio se asomó con el Sol, una vez más, para indicarnos que aún había cosas por hacer en la ciudad. Fue el turno de una de las prácticas más turísticas: las compras. Nuestro mejor shopping fue una de las estaciones de metro. Tres pisos de negocios nos robaron la mitad del día.
Nos fuimos cuando se hacía la hora de prepararse para ir a cenar al primer piso de la Torre Eiffel (con la luz natural presente), al paseo en barco por el Sena y al famoso Moulin Rouge. Nunca pensé que iba a gustarme cada cosa más que la anterior. Empezó por ser increíble para terminar siendo alucinante. Estar rodeada de la Torre misma, ver cómo decenas de personas trabajaban durante horas para que estuviera encendida por completo a las 10 de la noche (puntual) podía ser superado sólo por el hecho de recorrer el río más importante, admirando el paisaje y viendo a las personas que se encontraban en sus márgenes saludar efusivamente a los pasajeros de cada barquito que veían pasar (gesto que en general se hacía recíproco). Y aunque la noche ya así hubiera sido perfecta, tuvo su broche de oro con la visita al que supo ser uno de los más famosos cabarets en el mundo. Con luces, trajes para todos los gustos, bailarinas semidesnudas y brillos por doquier, el show se llevó aplausos de cada una de las personas que lo presenciaron. Pero nosotros teníamos que guardarnos un poco, al día siguiente nos esperaba el Lido (su competidor en la misma categoría).

Volviendo al hotel, había pasajeros de varias nacionalidades, pero uno faltaba; buscan a un Sr. Bond que debería haber estado en ese micro;
un alemán grita desde el fondo: - James!;
todos estallan en carcajadas excepto el de la agencia d turismo que, ingenuamente, se acercó al muchacho para fijarse si él era el hombre que buscaban;
las alemanas intentaron explicarle que se trataba de un chiste mientras miraban a sus compañeros con cara de odio por haber sido inoportunamente jocosos.


Lejos de decepcionarme, el Lido superó mis expectativas. No tenía muchas ilusiones después de haber presenciado la actuación en el “Molino Rojo” (traducido al español), pero sin embargo la posterior la superó. Un escenario que subía, una piso entero que bajaba (para que la vista fuese la mejor desde todos lados), pista de hielo, escenografías de lo más variadas, coreografías originales, contorsionistas, ventrílocuos, entre otras cosas, era lo que hizo que disfrutáramos cada segundo. Salimos con las manos doloridas de tanto aplaudir y una sonrisa “de oreja a oreja”.
El último día nos sirvió para visitar una de las cosas que nos había quedado en el tintero: “la Catedral de Notre Dame”. Las gárgolas, los vitrales, todo era como en las fotos. No fue difícil imaginar que Víctor Hugo haya podido escribir su obra literaria inspirada en “la señora de París”. Incluso, al cerrar los ojos y escuchar las campanadas, podía imaginar la presencia de Quasimodo.

En Europa existe también la pobreza, los chicos descalzos, las mujeres que piden limosna en la puerta de las Iglesias;
también en Europa las hojas secas hacen ruido al pisarlas,
los perros ladran, el cielo es el mismo, el Sol se esconde y las estrellas brillan.
Pero sin embargo, a pesar de estar en el mismo Planeta, en este viaje, yo siento
que descubrí otro mundo.