lunes, 27 de octubre de 2008

Morir en un coletazo

“Una gran mentira es como un gran pez en tierra; podrá agitarse y dar violentos coletazos, pero no llegará nunca a hacernos daño, no tenemos más que conservar la calma y acabará por morirse”.

Así como el pez en la tierra puede, en su desesperada agonía, sacudirse bruscamente víctima de algún pescador decidido, no hay motivos para que el animal, en el mismo accionar, no se convierta asimismo en victimario. En la vehemencia de sus movimientos impulsivos, nadie podría culparlo de dañar a otro. Otro que quizás se había acercado demasiado, uno que intentaba ayudarlo o simplemente alguno que estaba en el lugar y momento incorrectos. Algo parecido pasa con las mentiras. Es probable que, a la larga, se “mueran”, pero, ¿qué sucede si para ese momento ya hicieron un daño tan profundo e irreversible que ya se convierte en irrelevante el hecho de que haya desaparecido?
Las mentiras pueden matar, sí, porque así como el pez intentará por todos los medios volver al agua para sobrevivir, la mentira buscará mantenerse con vida a través de permanecer, de circular, de estar vigente entre los interlocutores, aunque ello signifique, en ocasiones, disfrazarse de verdad.
Las mentiras hieren. Puedo arriesgarme a decir que cuando alguien está herido difícilmente sea capaz de conservar la calma y esperar pacientemente sin hacer algo al respecto. Cuando la herida es profunda y no hacemos algo para sanarla, nos desangraremos; supongo que cualquier médico podría avalar esta afirmación. Cuando nos desangramos durante un determinado tiempo, nos morimos. No estoy diciendo algo nuevo, es biología pura. Entonces, uno quiere evitar morir, por una cuestión de instinto de supervivencia; no puede quedarse quieto, sin hacer nada, pero si se mueve demasiado y está débil, esto podría acelerar su decadencia, por lo tanto, debe ir de a poco, con cuidado; o podría, claro, darse por vencido y dejarse morir. Pero supongamos que no, supongamos que uno está determinado a vivir, entonces, deberá sanar sus heridas y, luego, proclamarse contra aquello que lo dañó para que no lo haga de nuevo. En este caso, ese “aquello” es la mentira. Intentará, entonces, combatirla, eliminarla. Pero también da miedo acercarse, quizás todavía no cicatrizó la herida, quizás aún duele. Quizás pueda volver a lastimar. Y esto es, justamente, lo que hace a la mentira más fuerte, la debilidad de su “oponente”, el miedo del que aún se resiente por el dolor.
Si trasladamos esto a la vida social, aquellas personas que pasen una situación difícil, angustiante, eventualmente, resultan dañados. Cuando esa situación se repite sin tregua, la desesperación va ganando terreno, lo que antes era impensado empieza a definirse como posibilidad, lo peor de uno sale a la superficie. Cuando esta situación es relevante para la vida, todas estas sensaciones se agudizan. Cuando la situación es respecto a lo que forjará nuestro futuro como profesionales, como seres complejos, toda la vida se ve comprometida en la causa. Cuando esa situación se llama educación, nada es suficiente para defenderla.
Y no puedo hablar de educación sin que se me venga a la cabeza la U.B.A. Tantas mentiras durante tanto tiempo desgastan, El “no te metas”, “hacé la tuya”, “vos solamente andá a estudiar” no son los mejores consejos cuando la realidad política, edilicia, docente repercute, indefectiblemente, en “mi” lugar, en “mi” silla, en “mi” aula. Porque no podemos estudiar óptimamente si hace años nos mienten y nos dicen que habrá una biblioteca “como la gente” en cualquier momento, un momento indefinido, flotando en la nebulosa, porque, mientras tanto, ¿qué hacemos?. No podemos hacer la nuestra cuando no escuchamos al profesor porque la radio hace interferencia con el micrófono. No podemos no meternos cuando tenemos que elegir sentarnos en el piso o en la calle, en lugar de darnos media vuelta e irnos, para tener una clase en un clima de toma. No podemos estar ajenos cuando los docentes paran porque trabajan ad honorem.
Nos mienten con el edificio único, nos mienten con el presupuesto, nos mienten con las condiciones de las instalaciones, pero no nos pueden mentir con cómo nos sentimos. Con la frustración que se siente al llegar un día, después de horas de viaje, para enterarse que no habrá clases, con la impotencia al ver que muchos se van a otra universidad porque no toleran la falta de compromiso gubernamental. Con la tristeza que provoca ver cómo se deteriora el edificio minuto a minuto, con la molestia de tener frío en invierno y calor en verano porque las ventanas están como petrificadas. Con la sensación de desconcierto cuando constantemente se toman decisiones de la noche a la mañana de las que no estábamos ni enterados. Con la incomodidad de que no haya papel o papelito que pueda servir para, con una audaz estrategia de por medio, enderezar la mesita de la silla para no escribir en una posición que conlleve meses de posterior kinesiología para enderezar la espalda, el cuello, el brazo y hasta la oreja.
No podemos esperar a que se muera la mentira, porque vamos a morir antes nosotros, desangrados. Pero la única forma que se me ocurre para que no recibamos un coletazo fatal es unirnos, porque siempre habrá alguien que te sostenga para no salir despedido. Porque habrá alguien que te de ánimo cuando la herida aún está al rojo vivo y duele acercarse. Porque habrá alguien que no temerá y será inspirador. Porque siempre habrá alguno que cuando se queme con leche, vea a la vaca, respire hondo, tome valor y se siente a ordeñarla.

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